EL VERBO Y LA CARNE
“El Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros”
(Jn 1,14)
Señor Jesús, bien sabemos que el evangelio de Juan
te atribuye las condiciones de la Sabiduría de Dios. Tú eres la Palabra creadora
de Dios, anterior a la luz del sol, al brote de la hierba y a los primeros
pasos del hombre por la tierra.
Tú eres la Palabra que habló por los profetas para
exhortarnos a prestar atención al huérfano y al pobre. Tú eres la Palabra que
nos mostró los caminos de la rectitud y nos
invitó a vivir esperando un reino de paz y de justicia.
Llegada la
plenitud de los tiempos, tú has sido enviado a nuestro mundo para salvarnos de
nuestra soledad y nuestra nausea. Para liberaros de nuestro orgullo y de la
indiferencia con la que miramos a los débiles y a los tristes.
Desde un principio sin principio, tú habías
descubierto que el hombre nunca te escucharía si no te presentabas como un hombre.
Así que decidiste aprender nuestra lengua, nuestros susurros y gemidos, nuestra
sonrisa y nuestro llanto.
Te has hecho carne, para poder recorrer nuestros
caminos y adoptar el ritmo de nuestros pasos. Tú hablas nuestro dialecto,
escuchas nuestros lamentos, has aprendido a gritar a pleno día y a orar en el
silencio tembloroso de la noche.
Tú nos has revelado el amor mañanero de Dios y has
tratado de enseñarnos el aprendizaje crepuscular del amor humano. Gracias a ti nos
atrevemos a sospechar cómo es Dios y tratamos de comprender qué significa ser
hombres.
Tú nunca te has hecho sordo a nuestras súplicas. No
permitas que nosotros nos hagamos sordos a tus exhortaciones. Que no caigamos
en la tentación de ignorar el sonido de tu voz o de despreciar el quejido de un
hermano.
Y, por fin, concede a nuestro lenguaje la sencillez
y la humildad, la confianza y la valentía para transmitir a nuestro mundo la
belleza y la verdad de tu palabra. Porque en ti está la luz que nos guía y la vida que vence a la muerte.
Amén.
José-Román Flecha Andrés