domingo, 4 de mayo de 2014

QUE DICE LA BIBLIA SOBRE...

LA CONCORDIA

La concordia evoca la sintonía de los corazones. Es a la vez el ideal y el medio para conseguir una comunidad que pueda armonizar las voluntades para funcionar correctamente y poder alcanzar sus metas.
Sin embargo es difícil que una comunidad, del tipo que sea, se vea libre del veneno de la discordia. Parece como si la afirmación de nuestros intereses y aun de nuestras opiniones personales fuese más importante que el valor de la armonía y de la concordia. 
Si esto ocurre en las pequeñas comunidades, la concordia parece un ideal casi imposible en el ámbito de las relaciones entre los pueblos. Las luchas regionales y partidistas nos alejan cada día del ideal utópico del paraíso que todos llevamos dentro. Las alianzas se quiebran con facilidad. Y los intereses de cada uno amenazan siempre el buen entendimiento entre todos.

1. Escuchando la Palabra de Dios

Pocas palabras se repiten tanto en la Biblia como las que evocan la “paz”. Con ellas unas veces  se indica la situación social de un pueblo que se ha visto libre de la guerra. Otras, la palabra es empleada como saludo y como el mejor deseo que se puede dedicar a las personas amigas. Y siempre, la paz es entendida como una dádiva de Dios que se manifiesta en la armonía de la conciencia, en la convivencia apacible o en un orden social marcado por la tranquilidad y la prosperidad.
  Entre los Proverbios de Israel se incluye al menos uno en el que se refleja la valoración de la persona en consonancia con su aprecio de la paz. “Fraude en el corazón de quien trama el mal; gozo para los que aconsejan paz” (Prov 12, 20). Este proverbio anticipa en cierto modo la bienaventuranza proclamada por Jesús. Los que aman la paz y la aconsejan se distinguen por la alegría que los inunda.
En un salmo que recoge el lamento del desterrado, se percibe su amargura por la dificultad de vivir entre los que aman la violencia: “Harto ha vivido ya mi alma con los que odian la paz. Que si yo hablo de paz, ellos prefieren guerra” (Sal 120, 5-7).
Si esto ocurre en el destierro, también puede tener lugar en la propia aldea. De hecho, Jeremías es objeto de las críticas, las acusaciones y las asechanzas de sus propios vecinos.
La tarea de imaginar y promover la paz exige más que el silencio de las armas y el cese de las contiendas. En boca del profeta Zacarías la búsqueda de la paz y la concordia se convierte en tarea ética integral, capaz de redimir toda la existencia: “Amad, pues, la verdad y la paz.” (Zac 9,19).

2. Los hijos de Dios 

El nacimiento de Jesús se anuncia con cantos celestiales que proclaman: "Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace." (Lc 2,14).
Al comienzo de su misión Jesús proclama dichosos a los que “hacen la paz” (Mt 5,9). Según esta bienaventuranza, los “pacificadores” serán llamados “hijos de Dios”. Al igual que los otros que han sido felicitados por Jesús, también los pacificadores recibirán su nombre “en el último día” (cf Lc 20,36), en que recibirán el “nombre nuevo” (cf. Ap 2,17).
Sin embargo, Jesús avisa a sus oyentes de las divisiones que la fidelidad a su propia doctrina habrá de suscitar en el mundo:  “No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él” (Mt 10,34-36).
Más que un propósito del Mesías, estas palabras reflejan la situación real creada en las primeras comunidades cristianas por la aceptación de la fe por parte de alguno de sus miembros.
En el evangelio de Marcos se nos ha transmitido una sentencia un tanto enigmática en la que se identifica la sal que ha de dar sabor a la vida del creyente con la paz que han de promover: “Buena es la sal; mas si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis? Tened sal en vosotros y tened paz unos  con otros.” (Mc 9,50).

3. Muerte a la Enemistad

En la doctrina apostólica, Jesús de Nazaret es recordado y presentado como el mensajero de la paz. Es más, su propio mensaje es presentado como el “Evangelio de la paz”: “El ha enviado su Palabra a los hijos de Israel, anunciándoles la Buena Nueva de la paz por medio de Jesucristo que es el Señor de todos” (Hech 10,36; cf. 6,15).
El Cristo glorificado, ya no es sólo el mensajero que ha venido a anunciar la paz, sino que la ha llevado a cumplimiento por medio de su entrega en la cruz. Por eso, Él mismo puede ser identificado con la paz.
De hecho, es venerado y proclamado como el que ha venido a derribar el muro que separaba al pueblo de Israel respecto a los demás pueblos de la gentilidad: "Ahora, en Cristo Jesús, vosotros , los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios  a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca" (Ef 2, 13-17).
El Espíritu del Señor continúa derramado el don de la paz entre los seguidores del Mesías Jesús. En la carta a los Gálatas, Pablo denuncia el comportamiento de una comunidad en la que unos y otros se destrozan a dentelladas. Entre  las obras de la carne Pablo incluye una larga lista de vicios, que incluye diversas asechanzas contra la armonía y la concordia de la comunidad. A esas obras de la carne contrapone el fruto del Espíritu, que se manifiesta principalmente en el amor. De él brotan a su vez la  alegría y la paz, la paciencia y la afabilidad, la bondad y la fidelidad, la mansedumbre y el dominio de sí. A los cristianos que siguen aferrados a las prácticas de la antigua Ley de Moisés, Pablo les recuerda que esos frutos superan el valor salvífico de las viejas normas: contra tales cosas no hay ley (Gál 5, 22-23).
En consecuencia, el don de Dios en Jesucristo ha de convertirse en ideal moral para las nuevas comunidades. Pablo escribe a los Romanos que “es preciso vivir de acuerdo con el don de la paz. Procuremos, por tanto, lo que fomente la paz y la mutua edificación” (Rom 14, 19). Ese esfuerzo por “hacer la paz” produce frutos de justicia como oportunamente se recuerda a los que procuran apaciguar las discordias (cf. Sant 3, 13,18).
En ese contexto, el saludo tradicional con el que los hebreos se deseaban unos a otros la paz, se convierte para los cristianos en una auténtica manifestación de fe en el Dios revelado por Jesucristo: “El Dios de la paz sea con todos vosotros. Amén” (Rom 15,33; cf 16,20).
* * *
Tanto la paz del espíritu como la paz social son un don de Dios que precede al esfuerzo humano.  El mensaje de Jesús nos lleva a esforzarnos por promover la paz y la concordia en la vida concreta de cada uno y en el ambiente en el que ésta se desarrolla. 
 Hay personas que transmiten paz con su sola presencia, pero también con sus actitudes y sus gestos cotidianos. Jamás siembran la discordia entre los que las rodean. Junto a ellas, hay otras personas que se comprometen públicamente en un esfuerzo por favorecer el diálogo, por suavizar las tensiones, por crear puntos de entendimiento y lazos de fraternidad entre las gentes y las etnias, las profesiones y las clases sociales, entre las regiones, las ciudades o los pueblos. La bienaventuranza de Jesús glorifica a todos ellos y ellas.  
La fe nos exige anunciar el ideal mesiánico de la paz y denunciar los intereses que nos llevan a promover, fomentar y justificar los conflictos.  Sólo el amor y la verdad nos ayudarán a promover la concordia.

                                                                                                                           José-Román Flecha Andrés

Revista “Evangelio y Vida” n. 324 (nov-dic 2012, 194-196.