EL PREDICADOR Y EL PUEBLO DE DIOS
En el capítulo tercero de su
exhortación apostólica La alegría del
Evangelio (EG), el Papa Francisco dedica un amplio espacio a la homilía. En
primer lugar, por ser ésta “la piedra de toque para evaluar la cercanía y la
capacidad de encuentro de un pastor con su pueblo”. Y, en segundo lugar, porque
la predicación de la homilía “puede ser una intensa y feliz experiencia del
Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de
renovación y de crecimiento” (EG
135).
La proclamación de la
Palabra de Dios en la liturgia es muy importante. De hecho, constituye un
verdadero diálogo entre Dios y su pueblo. Ahora bien, la homilía continúa y
profundiza ese diálogo. Por eso, “el que predica debe reconocer el corazón de
su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también
dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto” (EG
137).
Es verdad que la homilía no
puede ser un espectáculo entretenido, pero debe dar fervor y sentido a la
celebración. En su brevedad ha de orientar a la asamblea y al predicador a una
sincera comunión con Cristo en la Eucaristía, que transforme la vida. La homilía recuerda al pueblo de Dios que la
Iglesia le habla como una madre que habla a su hijo (EG 138-139).
FUEGO EN EL CORAZÓN
Los discípulos que habían
caminado hasta Emaús, después de
compartir el pan con su acompañante, confiesan que al oír las palabras de Jesús
habían sentido arder sus corazones. Toda celebración litúrgica es un diálogo
entre Dios y su pueblo. El Papa dice que “el Señor se complace de verdad en
dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir a su gente este
gusto del Señor (EG 141).
Ahora bien, no todo el
diálogo depende del predicador. También el pueblo de Dios tiene que poner algo
de su parte. “Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los
creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él” (EG 143). Es más todo
cristiano puede y debe continuar la homilía con la “lectio divina” o lectura
espiritual de la Palabra y preguntarse qué le dice a él ese texto bíblico (EG152-153).
Es verdad que el Señor y su
pueblo se hablan de mil maneras, pero a través de la homilía la palabra de Dios
se hace cercana y concreta. De hecho, el predicador “es un contemplativo de la
Palabra y también un contemplativo del pueblo” (EG 154). Ha de amar, conocer y
estudiar la Palabra de Dios. Y ha de intentar descubrir las aspiraciones, las
riquezas y los límites de la comunidad a la que se dirige.
MENSAJE DE ESPERANZA
En su exhortación “La
Alegría del Evangelio” el Papa Francisco dirige al predicador un buen manojo de
indicaciones muy concretas sobre la predicación. Por el respeto que merece, ha
de dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad
pastoral. Sería una irresponsabilidad no prepararse adecuadamente a tan alto
ministerio (EG 145).
El predicador ha de
acercarse a la Palabra de Dios con un corazón dócil y lleno de amor (EG 149).
Además, “quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover
por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta”. Ha de “aceptar ser
herido por esa Palabra que herirá a los demás” (EG 150).
El predicador ha de
esforzarse por decir mucho en pocas palabras, además, ha de usar imágenes
atractivas, acompañadas de un lenguaje claro y sencillo. Y siempre, entregando
su mensaje en un discurso lógico y ordenado (EG 156-158).
Pero, sobre todo, su
lenguaje ha de ser positivo. El buen predicador no se limita a decir lo que no
hay que hacer, sino que propone lo que se puede hacer mejor. “Una predicación
positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados
en la negatividad” (EG 159).
Esperemos que tanto el
predicador como los fieles se esfuercen en colaborar, cada uno con su
responsabilidad y sus carismas, para que la Palabra de Dios produzca buenos
frutos en los creyentes, en la Iglesia y
en el mundo.
José-Román
Flecha Andrés
Publicado en la revista “Mensajero Seráfico”
Publicado en la revista “Mensajero Seráfico”