EL MISTERIO DEL TEMPLO
“Del zaguán del templo manaba agua hacia levante” (Ez 47,1-2.8-9.12). Según el profeta Ezequiel, de los cimientos del templo de Jerusalén brotará un abundante manantial de aguas. Ese torrente cruzará el desierto y llegará a purificar las aguas del Mar Muerto. La profecía proclama que “habrá vida dondequiera que llegue la corriente”.
Esta
visión nos acompaña en la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de
Letrán, consagrada en el año 324 a Jesucristo Salvador. Una inscripción grabada
en la base de una de las pilastras de la fachada nos la presenta como “Cabeza y
Madre de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe”.
Con
el salmo responsorial, nosotros proclamamos que también hoy “un río y sus
canales alegran la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada” (Sal 45).
Esta fiesta nos lleva a dar gracias a Dios por su presencia entre nosotros. Y, sobre todo, a recordar que todos los bautizados somos templo de Dios. El Espíritu de Dios habita en nosotros, como escribe San Pablo a los Corintios (1 Cor 3,9-11.16-17),
EL DON DE LA VIDA
En el evangelio se recuerda la reacción de
Jesús ante los mercaderes instalados en los atrios del templo de Jerusalén (Jn
2,13-22). Muchos cristianos aseguran que también en este tiempo Cristo tendría
que limpiar no solo el templo material sino toda la Iglesia de Dios.
Pero el texto evangélico subraya especialmente
unas palabras de Jesús que resultaron misteriosas ya para todos aquellos que lo
escuchaban en su tiempo: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”.
El
templo era el lugar sagrado por excelencia. Así que el discurso de Jesús era
considerado como una blasfemia por quienes veneraban el templo de Dios más que
al Dios del templo.
Pero el evangelio advierte que “Jesús hablaba del templo de su cuerpo”. Sus discípulos recordaron esas palabras cuando Jesús resucitó de entre los muertos. Entonces comprendieron que levantar el templo era para Jesús triunfar sobre la muerte y transmitir el don de la vida a todos los que creyeran en él.
EL MERCADO Y EL CUERPO
El
evangelio nos dice, además, que tanto nuestro cuerpo como el cuerpo mismo de la
Iglesia han de ser reconocidos como morada de Dios:
• “No convirtáis en un mercado la casa
de mi Padre”. En nuestra cultura afectada por la frivolidad y el descarte, es
preciso recordar que el respeto al cuerpo es un deber que brota de la fe
bautismal. Nuestro cuerpo y el de los demás es morada de Dios.
• “No convirtáis en un mercado la casa
de mi Padre”. En una sociedad marcada por el interés, afirmamos que también el
mundo creado ha de ser respetado como casa de Dios y casa del hombre. Despreciar
hoy la casa común nos roba la esperanza en el mañana.
•
“No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. En una sociedad señalada por
el individualismo y la indiferencia, hay que redescubrir el valor de la
comunidad. La Iglesia es el lugar donde se nos revela Dios. Y no podemos
olvidar ese carácter sagrado.
- Padre nuestro que estás en los cielos, nuestra
fe nos enseña que la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Y el respeto a los templos
materiales nos lleva a respetar nuestros cuerpos y el cuerpo dolorido de
nuestros hermanos. Que tu Espíritu nos ayude a proclamar este misterio. Amén.
José-Román Flecha Andrés