EL RICO Y EL POBRE
“Os acostáis en
lechos de marfil; tumbados sobre los divanes, coméis los carneros del rebaño y
las terneras del establo”. Amós era un pastor allá en las tierras de Técoa, en el
reino de Judá. Un día subió a Samaría, en el reino de Israel. Al percibir el
lujo de que alardeaban algunas personas, no pudo evitar denunciarlas con su
lenguaje de pastor (Am 6,1.4-7).
Junto a los
ricos, vió la miseria de los pobres, la indiferencia de los que los marginaban
y la corrupción de los jueces que se vendían por un par de sandalias. Es verdad
que no se creía un profeta, pero sabía que nadie puede ignorar el bramido de
una fiera. Según él, cuando Dios habla, nadie puede quedar en silencio, sin
transmitir su mensaje.
El salmo
responsorial subraya esa experiencia, al confesar la justicia e imparcialidad
de Dios: “Él mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los
oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos” (Sal
145,7).
Por su parte, san Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a practicar la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia y la delicadeza (1 Tim 6,11).
EL NOMBRE DEL POBRE
El evangelio de
este domingo nos presenta a un hombre
rico que se viste con ropajes de lujo y cada día organiza un banquete
escandaloso. Y, al mismo tiempo, recuerda a un mendigo que espera satisfacer
algo de su hambre con las migajas que caen de la mesa del rico, mientras deja
ver unas llagas que lamen de vez en cuando los perros callejeros (Lc 16,19-31).
Es interesante observar que el relato
evangélico no da el nombre del rico, mientras que recuerda el nombre del pobre.
Se llama Lázaro, que significa “Dios ayuda”. Cabe preguntarse si Jesús conocía
a un pobre con ese nombre o se lo atribuye con toda intención.
Ahora bien, esas
diferencias que los marcaban en la vida quedaron invertidas más allá de la muerte. El pobre participa ahora
de la mesa y de las bendiciones de Abrahán, el amigo de Dios. Pero el rico es
arrojado a un infierno, que se describe como un horno de fuego.
Es más, el rico
que durante su vida no había compartido con el pobre su comida y su bebida,
pide ahora que ese mismo pobre se acerque a él con una gota de agua para refrescar
un poco sus labios abrasados.
LA CLAVE DEL JUICIO
Es asombroso oír
que el rico conoce el nombre del pobre. Y ruega a Abrahán que lo envíe a sus
hermanos para que cambien de conducta y no vayan a terminar en el fuego que él
padece. Las dos respuestas de Abrahán
son un aviso para las gentes de todos los tiempos.
• “Tienen a
Moisés y a los profetas: que los escuchen”. No es fácil escuchar a los profetas
que Dios nos envía. Su misión es anunciar el bien y la verdad y denunciar el
mal y la mentira. Pero es fácil descalificar a los mensajeros para no aceptar
el mensaje.
• “Si no
escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un
muerto”. Todos esperamos una revelación extraordinaria. Pero Dios no nos envía
muertos resucitados para que nos adviertan. Nos envía testigos de la fe que
viven junto a nosotros.
- Señor Jesús, tú
nos has revelado la clave por la que un día seremos juzgados, tanto los
creyentes como los no creyentes. Tú te has identificado con los pobres y los
necesitados. Y nos preguntarás si te hemos atendido a ti en ellos o no te hemos
visto en los hermanos. No permitas que ignoremos el rostro de ese Lázaro que
yace a nuestra puerta. Amén.
José-Román Flecha Andrés