NUNCA MÁS LA GUERRA
Con
motivo de la Feria Mundial que se celebraba en la ciudad de Nueva York, la
Santa Sede envió la preciosa imagen de la Piedad, obra de Miguel Ángel, que se
admira y se venera en la basílica de San Pedro del Vaticano.
Además,
en esa ocasión, el papa Pablo VI se dirigió también a la “Gran Manzana”, como
se suele llamar a esa gran ciudad.
Especial
importancia tuvo la visita del Papa a la sede de las Naciones Unidas, que se
encuentra en la Primera Avenida de la isla de Manhattan.
Pablo
VI se presentaba como el representante de un estado tan diminuto que existía
precisamente para ser testigo de lo divino y lo humano. En realidad, el Papa
era el representante de la Iglesia, que el presentaba como “maestra en humanidad”.
Pablo
VI felicitó a los representantes del mundo por tratar de acercan unos pueblos a
otros. Efectivamente, la Organización de las Naciones Unidas tenia que impedir
que unos pueblos lucharan contra otros. Y tendría que exhortarlos a caminar
unos con otros y, más aún, a tratar de vivir los unos para los otros.
Sin
embargo, aunque no fuera citada por su nombre, la triste experiencia de la guerra
de Vietnam hacía bien patente y dolorosa la experiencia de los conflictos que
arrastraban a los pueblos a la miseria y la desesperación.
El
Papa recordó el célebre anuncio de la paz que el profeta Isaías había dirigido
a su pueblo: “De las espadas forjarán arados y de las lanzas podaderas”.
Pero,
ante el espectáculo de la violencia, Pablo VI pronunció aquellas palabras que
no deberíamos olvidar: “Nunca más la guerra. No podéis abrazaros con armas
ofensivas en las manos”. Era el día 4 de octubre de 1965, celebración de San
Francisco de Asís.
Al
regresar a Roma, el Papa se dirigió a la basílica de San Pedro para comunicar a
los padres reunidos en el Concilio lo que había pedido a los gobernantes de la
tierra. Aquellas palabras modificarían el texto sobre la guerra y la paz que ya
figuraba en la constitución conciliar Gaudium
et spes sobre la Iglesia en el mundo de hoy.
Ante
la puerta del edificio de la ONU se levanta una enorme estatua de bronce que
representa a un hombre que con un mazo está ya convirtiendo una espada en una
reja para el arado. En su peana se leen las citadas palabras de profeta Isaías.
Y, por la ironía de la historia, se dice además que la estatua es un regalo de
la Unión Soviética a todos los pueblos de la tierra.
Han pasado sesenta años. Las guerras y las amenazas horrorizan hoy a la humanidad. Es la hora de recordar aquel vibrante grito por el que el papa san Pablo VI pedía a los gobernantes de todos los pueblos que olvidasen de una vez la tragedia de la guerra para empezar a construir una paz definitiva.
José-Román Flecha Andrés