LA ESCUCHA Y EL DIÁLOGO
“Cada uno los oímos hablar de las grandezas de
Dios en nuestra propia lengua” (Hech 2,11). Para la fiesta de Pentecostés se
encontraban en Jerusalén muchos peregrinos llegados de todas las partes del
mundo conocido por entonces. Sin que lo esperasen, el vendaval del Espíritu vino
a derramar sobre ellos una nueva vida.
La
tradición de la torre de Babel indicaba que el espíritu del orgullo de las
gentes confundía las lenguas. Ahora el Espíritu del amor facilitaba la
comprensión entre todos. La indiferencia ante los otros cierra a las personas
en su individualismo, pero el Espíritu de Dios abre las mentes y los corazones
a la escucha y al diálogo.
En el
salmo responsorial de la eucaristía de hoy suplicamos al Dios de la vida que
envíe su Espíritu para repoblar la faz de la tierra (Sal 103).
Y
escuchando a san Pablo, pedimos que los diversos ministerios inspirados por el
Espíritu contribuyan de verdad al bien común de la Iglesia y de toda la
humanidad (1Cor 12,3-7).
EL DON DEL DISCERNIMIENTO
• En primer lugar, Jesús les mostró sus manos
y el costado. Así comprendieron que no se trataba de una ilusión. Las llagas de
su crucifixión eran la prueba de la autenticidad de su misión y de su mensaje.
Él, que había entregado su vida, se presentaba como triunfador de la muerte.
•
Además, el Maestro les confiaba su misma misión. Enviaba a sus discípulos como
el Padre lo había enviado a él. Jesús era de condición divina, pero había caminado
como un hombre. Era de condición humana, pero ahora compartía con sus
discípulos una misión divina.
• Finalmente, Jesús entregaba el Espíritu Santo a los suyos y les otorgaba la autoridad para perdonar o retener los pecados. En realidad, les comunicaba el don y la responsabilidad del discernimiento sobre el bien y sobre el mal. Más que un honor, era un servicio.
TESTIGOS DE LA ALEGRÍA
El texto
evangélico anota que, superado el miedo, “los discípulos se llenaron de alegría
al ver al Señor”. La sencillez del relato no puede ocultar el gozo que sigue al
asombro.
• Tras
recibir la visita de su Maestro, los discípulos de Jesús no se presentaron ante
el mundo con el rostro triste o resignado. No eran unos fracasados. Es verdad
que habían dudado, pero habían recibido del Resucitado el motivo para la
verdadera alegría.
• Pasados
los siglos, la Iglesia no quiere ignorar a los que sufren. Nunca podrá ofrecer
fáciles soluciones a todos los problemas. Pero está dispuesta a compartir los signos
de la esperanza, como afirma el papa Francisco en la bula de anuncio del Año
Jubilar.
• Con
nuestra presencia en el mundo y con nuestra alegría, los cristianos de hoy
estamos dispuestos a dar testimonio de la vida y de la verdad de nuestro Señor
y Redentor.
- Señor Jesús, con tu resurrección tú has convertido nuestro temor en alegría. Te rogamos que envíes sobre nosotros tu Santo Espíritu. Estamos seguros de que él nos dará la capacidad y la voluntad de escuchar y dialogar con todos nuestros hermanos. Amén.
José-Román Flecha Andrés