IMMANUEL KANT
El día 22 de abril de 1724 nacía Immanuel Kant en
la ciudad prusiana de Königsberg. En este tercer centenario de su nacimiento recordamos
aquellas frases suyas que nos dictaron como importantes para el estudio de la
Ética.
Era famosa
una confesión suya que podía orientar nuestra conducta: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto,
siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de
ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”.
En un tiempo en que se
consideraba la conciencia como la presión de la sociedad, Kant la presentaba
como “un instinto que nos lleva a juzgarnos a la luz de las leyes morales”.
Pero, sobre todo, nos parecía
imprescindible aquella frase con la que él traducía la regla de oro de todas
las éticas y el ideal de una utópica política: “Obra siempre de modo que tu conducta pudiera servir de
principio a una legislación universal”.
Andando los
años, en su encíclica Spe Salvi, Benedicto
XVI anotaba que Kant escribía en 1792 que “el paso gradual de la fe
eclesiástica al dominio exclusivo de la pura fe religiosa constituye el
acercamiento del reino de Dios”. Es más, el filósofo decía que las revoluciones
pueden acelerar los tiempos de ese paso de la fe eclesiástica a la fe racional.
Sin embargo, en
1794, en su obra “El final de todas las cosas”, Kant considera la posibilidad
de que, junto al final natural de todas las cosas, se produzca también uno
contrario a la naturaleza. Y escribe: “Puesto que el cristianismo, aun habiendo
sido destinado a ser la religión universal, no habría sido ayudado de hecho por
el destino a serlo, podría ocurrir, bajo el aspecto moral, el final (perverso)
de todas las cosas”.
El año siguiente
publicaba Kant su tratado sobre “la paz perpetua”. En estos días nos interpela el
primer principio con el que iniciaba su reflexión: “No debe considerarse como
válido un tratado de paz que se haya ajustado con la reserva mental de ciertos
motivos capaces de provocar en el porvenir otra guerra”. A lo largo de toda la
obra considera él la posibilidad y la necesidad de que la política y la moral
se entiendan mutuamente.
En su delicioso
tratado sobre “lo bello y lo sublime”, de pronto surge la sorpresa de un
relámpago sobre el valor de la virtud: “Como el sentimiento del honor es
delicado, puedo denominar resplandor de la
virtud aquello análogo a lo virtuoso que por él es ocasionado”.
Páginas más adelante escribe que
“el español es serio, callado y veraz… Tiene un alma orgullosa y siente más los
actos grandes que los bellos. Como su espíritu no encierra benevolencia
bondadosa y dulce, resulta a menudo duro y aun cruel”. Habrá que preguntarse si
el filósofo se limitó a recoger algunos tópicos o acertó de lleno en su
dictamen.