TERESITA Y LA NAVIDAD
El día 2 de enero de 1873 nacía
en Alenzón,
Francia, la que había de ser conocida como santa Teresa del Niño Jesús
y de la Santa Faz. Se han cumplido ciento cincuenta años del nacimiento de esta
joven carmelita, reconocida por la
UNESCO entre las figuras más significativas para la humanidad contemporánea, y
declarada doctora de la Iglesia por san Juan Pablo II.
Pues bien, ante la fiesta de la
Natividad del Señor de este año podemos leer de nuevo unos párrafos que santa
Teresita nos dejó en sus Manuscritos autobiográficos (A,44v-45r).
“Era necesario que Dios hiciera un
pequeño milagro para hacerme crecer en un momento, y ese milagro lo hizo el día
inolvidable de la Navidad. En esa noche luminosa que esclarece las delicias de
la Santísima Trinidad, Jesús, el dulce niñito recién nacido, cambió la noche de
mi alma en torrentes de luz…
En esta noche en la que él se hizo débil
y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y valerosa; me revistió de sus
armas, y desde aquella noche bendita ya no conocí la derrota en ningún combate,
sino que, al contrario, fui de victoria en victoria y comencé, por así decirlo,
una carrera de gigante…
Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando recibí
la gracia de salir de la niñez; en una palabra, la gracia de mi total
conversión”.
Evocando el nacimiento de santa Teresita, el papa
Francisco nos ha entregado una interesante exhortación apostólica, en la que
subraya la importancia que para ella tenía la confianza en el amor y la misericordia
de Dios.
El Papa recuerda oportunamente una
larga oración a Jesús, que ella escribió el día 8 de septiembre de 1896, sexto aniversario de
su profesión religiosa. En esa oración, la santa confió al Señor que se sentía
animada por un inmenso deseo, por una pasión por el Evangelio que ninguna
vocación por sí sola podía satisfacer.
Así que, preguntándose cuál podría ser su “lugar”
en la Iglesia, leyó y meditó los capítulos 12 y 13 de la primera carta de san
Pablo a los corintios.
A través de esos textos paulinos, sor Teresa del
Niño Jesús llegó a comprender que la Iglesia es un cuerpo con muchos miembros.
De pronto, descubrió que su puesto en la Iglesia era precisamente el corazón. Sin
el amor, ninguna vocación y ningún carisma tendrían valor y eficacia. Ella
quería ser el amor. Y realmente lo fue y lo es todavía en este tiempo nuestro.
Hoy es fácil pensar que seguramente la fecha del 8 de septiembre de 1896 tuvo para ella una estrecha relación de continuidad con aquella lejana fiesta de la Navidad, en la que su ilusión infantil dio paso a una impresionante generosidad.
José-Román Flecha Andrés