lunes, 6 de mayo de 2019

CADA DÍA SU AFÁN 12 de mayo de 2019

                                  
La FAMILIA Y LA VIDA
 Ya han pasado veinticinco años. Por iniciativa de la Organización de las Naciones Unidas,  en 1994 se celebró el Año Internacional de la Familia. Con ese motivo, el papa san Juan Pablo II publicó su famosa carta a las familias, que  “constituyen el camino de la Iglesia”.
El libro del Génesis contiene la primera afirmación de que el hombre y la mujer tienen la misma dignidad: ambos son igualmente personas, unidas por lazos de comunión y de complementariedad.
Sus hijos deberían consolidar  esta alianza, enriqueciendo y profundizando la comunión conyugal del padre y de la madre. Cuando esto no se da, hay que preguntarse si el egoísmo no será en ellos más fuerte que el amor.  
La paternidad y la maternidad son en sí mismas una particular confirmación del amor. Pero ese resultado no es automático.  Es una tarea confiada al marido y a la mujer. “En su vida la paternidad y la maternidad constituyen una novedad y una riqueza sublime, a la que no pueden acercarse si no es de rodillas”.
Cuando de la unión conyugal de los esposos nace un hijo, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo. Dios ha amado al hombre desde el principio y lo sigue amando en cada concepción y nacimiento humano. Dios ama al hombre como un ser semejante a él, como persona. Este hombre, todo hombre, es creado por Dios por sí mismo.
 Ahora bien, esto es válido para todos, incluso para quienes nacen con enfermedades o limitaciones. Ya desde el momento de la concepción y, más tarde, del nacimiento, el nuevo ser está destinado a expresar plenamente su humanidad, a encontrarse plenamente como persona. Y esto afecta absolutamente a todos, incluso a los enfermos crónicos y los minusválidos.  
La generación de los hijos es un milagro de amor. Los esposos desean los hijos para sí, y en ellos ven la coronación de su amor recíproco. Los desean para la familia, como el don más excelente. Por eso, con el amor de Dios ha de armonizarse el de los padres. En ese sentido, éstos deben amar a la nueva criatura humana como la ama el Creador.  
Es verdad que el nacimiento de un hijo significa para los padres ulteriores esfuerzos, nuevas cargas económicas, otros condicionamientos prácticos. Sin embargo, el niño hace de sí mismo un don a los hermanos, hermanas, padres, a toda la familia. Su vida se convierte en don para los mismos donantes de la vida, los cuales no dejarán de sentir la presencia del hijo, su participación en la vida de ellos, su aportación a su bien común y al de la comunidad familiar. 
En ocasiones, el nacimiento de un hijo se ve como una desgracia. A veinticinco años de distancia de la carta de Juan Pablo II a las familias, en este momento es aún más necesario afirmar y repetir que la vida del nuevo hijo es un don precioso para toda la familia.
                                               José-Román Flecha Andrés