“Caminemos a la luz del Señor”. Así concluye
la primera lectura de este primer domingo de Adviento (Is 2,5). El profeta
Isaías anuncia que, al final de los tiempos, el monte sobre el que se levanta
el Templo de Jerusalén se convertirá en la meta de una peregrinación universal,
Todos los pueblos acudirán a escuchar la palabra del Señor.
Una
palabra de justicia y de paz para todos los pueblos. “De las espadas forjarán
arados y de las lanzas podaderas”. ¡Con qué fuerza recordó Pablo VI aquella
profecía en su visita a la sede de las Naciones Unidas en la ciudad de Nueva
York! Es un sueño, pero es también una tarea para toda la humanidad.
El
salmo responsorial nos invita a iniciar esa peregrinación de paz: “¡Qué alegría
cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!” (Sal 121,1). Es la hora de
despertar para caminar por las sendas de la luz. Que el cuidado de nuestro
cuerpo no fomente los malos deseos. Así lo escribía san Pablo a los cristianos
de Roma (Rom 13,14).
EL
DILUVIO
Nos cuesta reconocer que nuestra vida está
marcada por el signo de la espera y la esperanza. Durante el tiempo del
Adviento nos preparamos para la celebración de la fiesta del Nacimiento de
Jesús. Es un tiempo que nos invita a recobrar y afianzar la esperanza. Y,
además, nos educa para vivir el tiempo de la espera.
La
fe nos lleva a caminar con generosidad mientras nos mantenemos a la espera de
la venida del Señor. Por cinco veces se repite en el evangelio de este domingo
el verbo “venir”. Y otras dos veces se insiste en afirmar que “no sabemos” el
momento de su venida.
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En primer lugar, el texto evoca el pasado y nos recuerda la imagen bíblica del
diluvio. Las gentes vivían dedicadas a sus tareas habituales, pero también a
sus placeres. El diluvio los sorprendió a todos.
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En segundo lugar, el texto mira también al futuro y nos anuncia que la venida
del Hijo del hombre revelará las actitudes más secretas. Con su venida llega el
discernimiento definitivo. A unos los llevará y a otros los dejará.
LOS
ADIVINOS
Hay
otra imagen que ilustra la exhortación. La del hombre que no sabe a qué hora
puede un ladrón a asaltar su casa. El tema de la venida imprevisible del Señor
suscita la invitación a mentenerse vigilantes. “Estad en vela, porque no sabéis
que día vendrá vuestro Señor”.
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Para mantenerse en vela es preciso practicar la sobriedad. No podemos caer en
la tentación de confundir la satisfacción con la felicidad. No es de sabios
dejarse embotar por los deseos que nos adormecen.
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Además, se nos dice que no sabemos el día ni la hora. Son muchos los que tratan
de adivinarla. Demasiados adivinos siembran ese temor del futuro que nos
distrae de las tareas del presente. Hay que superar la tentación de tratar de adivinar
el tiempo futuro.
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Y, finalmente, el evangelio nos advierte que no esperamos algo, por importante
o fantástico que parezca. Nosotros vivimos esperando a Alguien. Nos mantenemos
en vela, aguardando la manifestación del único Salvador, que es nuestro Señor.
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Señor Jesús, tu venida no es para nosotros un motivo de temor, sino de
esperanza. No saber el tiempo de tu llegada nos ayuda a mantener la caridad.
¡Ven, Señor Jesús!
José-Román Flecha Andrés