“¡Ay de mí,
estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo
de labios impuros, he visto con mis ojos al rey y Señor de los Ejércitos”. Esta
exclamación del profeta Isaías (Is 6,5) se sitúa en el marco de una profunda
experiencia religiosa, que podría articularse en tres momentos.
En primer lugar, el profeta se ve inundado por el
esplendor de la majestad de Dios, que no es accesible a los sentidos humanos.
Inmediatamente, a la luz de esa gloria percibe también su pecado, entendido como una distancia
insuperable, es decir como la falta de dignidad ante la santidad de Dios. Pero
en un tercer momento, de Dios mismo le llega la purificación.
Una vez purificado, Isaías puede recibir la misión que
Dios le confiere. Él ha de ser portavoz de su mensaje. Es verdad que no ha de
ser fácil. En las palabras divinas del envío se prevé la dureza de las gentes a
las que el profeta es enviado. Pero nada puede amedrentar al que ha sido tocado
por el fuego que arde ante el santuario.
DE LA MISERICORDIA A LA MISERIA
El evangelio de
este domingo 5º del Tiempo Ordinario refleja una experiencia semejante, aunque vivida en un ambiente diverso. Ante
una pesca desacostumbrada, Pedro se arroja ante los pies de Jesús (Lc 5,8).
Isaías es de Jerusalén, Pedro es de Betsaida. No está en el templo, sino en el
mar. Ahora la gloria de Dios se manifiesta
en Jesús de Nazaret.
Pero algo muy importante une a los dos relatos. En nuestra
sociedad se piensa que las religiones procuran suscitar en sus fieles el
sentido de la culpa para ofrecerles a continuación el remedio del perdón. Tal
vez sea ese el estilo que adoptan la propaganda política y la publicidad
comercial. Pero no es ese el proceso auténticamente religioso.
El camino de Isaías y de Pedro es exactamente el
contrario. No va de la culpa a la gracia, sino de la gloria divina al
descubrimiento de la verdad humana. No va de la angustia a la súplica. Va del
esplendor de la misericordia a la confesión de la propia miseria. Isaías y
Pedro descubren que el pecado es siempre la “in-dignidad”, es decir, la
distancia ante el Santo.
DEL FRACASO A
LA MISIÓN
El hermoso relato evangélico que hoy se proclama
subraya la dignidad de Jesús de Nazaret, la exhortación a escuchar su palabra
que nos envía a los mares, y la promesa de una misión que ha de dar sentido a
la vida del discípulo. Todo ello apoyado en
el diálogo entre Jesús y Pedro. Son cuatro frases que nos interpelan:
• “Rema mar
adentro”. Jesús necesita la colaboración
de Pedro para su misión. Pero, al aceptar esa ayuda, suscita la
generosidad del discípulo y hace posible
un futuro inesperado.
• “Por tu palabra echaré las redes”. El discípulo ha
de estar dispuesto a reconocer su propio fracaso. Pero hace bien al confiar en
la palabra de su Maestro.
• “Apártate de mí, Señor que soy un pecador”. La
arrogancia no es buena consejera del discípulo. Descubrir la presencia del
Señor sólo puede suscitar asombro y humildad.
• “No temas: desde hoy serás pescador de hombres”. La
generosidad del Señor ofrece apoyo a la debilidad del discípulo, al tiempo que
aprovecha su capacidad y la transforma.
- Señor Jesús,
agradecemos que hayas querido disponer de nuestra pobre capacidad. Humildemente
reconocemos la distancia que nos separa de tu grandeza. Pero, asistidos por tu
gracia y tu misericordia, estamos dispuestos a aceptar la misión que nos
confías.
José-Román
Flecha Andrés