lunes, 8 de junio de 2015

QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE …

LOS FRUTOS EN ISRAEL

Los frutos son conocidos por todos y en todo el mundo. Una palabra como ésta, tan cercana a la experiencia diaria  y tan capaz de asumir un significado moral, tampoco podía faltar en la literatura bíblica.  

1. Los frutos de la tierra

En el Antiguo Testamento la referencia a los “frutos” tiene sobre todo un sentido material y referido a los productos de la tierra. El libro de los Números atribuye al mismo Dios la iniciativa de enviar algunos hombres a explorar la tierra prometida. Los exploradores enviados por Moisés a reconocerla de norte a sur regresan al campamento y dan cuenta de la abundancia de frutos que la enriquecen. Traen como muestra y anticipo de esos frutos un enorme racimo de uvas y también granadas e higos. Su presentación es suficientemente expresiva: “Hemos llegado hasta el país donde nos enviaste, y realmente es un país que mana leche y miel. ¡Ved aquí sus frutos!” (Num 13,23-27).
A pesar de las palabras y de los frutos, el pueblo se amedrenta por la información sobre las ciudades amuralladas de Canaán y desea regresar a Egipto. Solamente Josué y Caleb tratan de  suscitar la esperanza, de  su pueblo (Num 14,8-9). Pero tampoco ellos son escuchados. Su gente se lamenta, añorando el pasado vivido en Egipto.
El Deuteronomio pone en boca de Moisés un recuerdo de aquella expedición de los exploradores: “Tomaron en su mano frutos del país y bajaron a nosotros” (Dt 1,25). Los frutos de la tierra significan y hacen evidente la presencia de Dios entre su pueblo. Si el pueblo no ama a su Dios, él cerrará los cielos, no habrá  más lluvia y el suelo dejará de dar su fruto (Dt 11,17).
En el mismo libro del Deuteronomio se ofrece una normativa por la que se establece la oferta de las primicias: “Tomarás de las primicias de todos los frutos del suelo que coseches en el país que Yahveh, tu Dios, te da, lo colocarás en una cesta y lo llevarás al lugar que Yahveh, tu Dios, haya elegido para hacer allí habitar su nombre” (Dt 26,2).
También las leyes que regulan el año sabático y jubilar determinan algunas prescripciones muy concretas sobre la recolección de los frutos del campo: “sembrarás tu campo durante seis años, y seis años podarás tu viña y cosecharás sus frutos” (Lev 25,3).
Por otra parte, el creyente sabe que los frutos de la tierra son siempre un don gratuito de Dios. En un salmo realmente “ecológico”,  que contempla las maravillas de la creación, se atribuye a Dios el don de la lluvia y de las cosechas. Todo se debe a su acción providente. Desde su morada Dios riega los montes,  hace brotar hierba para los ganados,  saca pan de los campos,  el vino que alegra el corazón del hombre, el aceite que da brillo a su rostro,  y el alimento que sostiene sus fuerzas   (Sal 104, 13. 27-28).
En los textos proféticos los frutos del campo son a veces una metáfora para indicar la suerte de Israel. Amós ve un canastillo lleno de fruta madura. La semejanza de las palabras es empleada por el profeta para indicar por medio de la fruta madura (qáyis) que a Israel le ha llegado la hora del fin (qes)  (Am 8,1).
Ezequiel transmite un oráculo en el que el mismo Dios ordena a la tierra que produzca sus frutos para preparar el retorno del pueblo que ha de regresar del exilio: “Vosotras, montañas de Israel, producid vuestras ramas, dad vuestros frutos para mi pueblo Israel, porque están próximos a venir” (Ez 36,8).   Ageo, por su parte, interpreta la sequía de los campos y la ausencia de frutos y cosechas como un castigo por los pecados de su pueblo (cf. Ag 1,10-11).

2. Los frutos humanos 

De todas formas, las expresiones sobre los “frutos” no se refieren solo a los productos de la tierra, por muy cargados de significado que puedan aparecer. En un sentido más amplio se habla de los hijos como herencia del Señor y frutos del vientre (Sal 127,3).
Se sabe que este fruto de las entrañas es un don de Dios como atestiguan  las sagas de los patriarcas, en las que es tan frecuente el recuerdo de la maternidad de mujeres estériles (cf. Gen 18, 11-12; 25, 21; 30, 1-2).  En especial, se menciona un fruto del seno de David, que un día heredará su trono real y asegurará su dinastía (Sal 132,11).
En un lenguaje poético, la metáfora de los frutos sirve, además, para reflejar las cualidades de la persona amada, especialmente la dulzura de su trato. Así se expresa la esposa en el Cantar de los Cantares: “Como el manzano entre los árboles silvestres, así mi amado entre los mozos. A su sombra apetecida estoy sentada, y su fruto me es dulce al paladar” (Cant 2,3).
 En un sentido moral, los frutos se refieren al comportamiento responsable en cuanto se ajusta o se aparta de la Ley de Dios. Amós  habla de los frutos de la justicia, que la maldad de las gentes de Israel ha llegado a convertir en veneno y amargura (Am 6,12). Como haciéndose eco de la tesis tradicional sobre la retribución intrahistórica del comportamiento humano, Isaías proclama la correspondencia de las acciones de su pueblo con el futuro que le aguarda: “Decid al justo que bien, que el fruto de sus acciones comerá” (Is 3,10).
Esta relación entre las obras humanas y el resultado histórico de las mismas se encuentra también en Jeremías: “Yo, Yahvéh, exploro el corazón, pruebo los riñones, para dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras” (Jer 17,10). El mismo Jeremías anuncia que Dios pagará a la casa real de Judá de acuerdo con el fruto de sus acciones (cf. Jer 21,14).
Los frutos del campo se convierten en metáfora de las obras de la persona o de las decisiones morales de todo un pueblo. Se dice que el labrador espera el fruto de su trabajo, como Yahveh lo espera de la viña de Israel que con tanto esmero ha plantado y cuidado (Is 5, 1-7). Los frutos equivalen, por tanto, a las consecuencias de una acción concreta, como sugiere el profeta Oseas: “¿Por qué habéis arado impiedad, habéis segado injusticia, y habéis comido fruto de mentira?” (Os 10,13).
 Si el árbol se conoce por sus frutos, también la persona se conoce por sus obras.  Explícitamente se canta en los salmos que el hombre justo, el que pone su gozo en la ley del Señor, “será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas y cuanto emprende tiene buen fin” (Sal 1,3; cf. Sal 92,14). La misma promesa se dirige en la profecía de Jeremías al que deposita en Dios su confianza y busca en él su apoyo: “En año de sequía no se inquieta y no deja de dar fruto” (cf. Jer 17,7-8).
Testigos y beneficiarios de la transformación de la naturaleza obrada por Dios, los redimidos por el Señor “siembran campos, plantan huertos y recogen cosechas” (Sal 106,37).
En la literatura sapiencial la terminología de los frutos reviste connotaciones morales. Los que desprecian los consejos de la sabiduría “comerán del fruto de su conducta, de sus propios consejos se hartarán, porque ese desvío llevará a los simples a la muerte y la despreocupación de los necios los perderá” (Pro 1,31-32). Elogiando su propio fruto, la sabiduría se valora a sí misma: “Conmigo están la riqueza y la gloria, sólida fortuna y justicia. Mejor es mi fruto que el oro, que el oro puro” (Pro 8,18-19).
Con razón se recuerda que “el fruto del justo es árbol de vida, y el sabio conquista las personas” (Pro 11,30). Hay una relación entre la calidad moral de la persona y la suerte que le espera: “Por el fruto de su boca se harta de bien el hombre, cada cual recibe el salario de sus obras” (Pro 12,14). Esta conclusión se concreta en otro proverbio que podría traducirse de esta forma: “Todo esfuerzo reporta fruto, mas la charlatanería sólo conduce a la penuria” (Pro 14,23).
Afirmar que las acciones mismas de los hombres pueden considerarse sus frutos (Pro 19,22) es como decir que cualquier satisfacción añadida a la acción misma significa poco en comparación de la satisfacción que se experimenta al contemplar la obra realizada. Algo parecido sugiere el elogio de la mujer perfecta, que es alabada porque puede encontrar el premio a su laboriosidad en el fruto mismo de sus manos: “Agradecedle el fruto de su trabajo y que sus obras la alaben en la plaza” (Pro 31,31).
Así pues, no se puede perder la memoria del enorme racimo cortado por los exploradores que se adentraron en las tierras de Canaán y regresaron a informar de su hallazgo a su propio pueblo. El lenguaje sobre los frutos parte de una experiencia humana enraizada en el mundo agrícola para llegar a transferir su significado inmediato a un ámbito relacional. Dando un paso más, estas referencias van más allá de sí mismas hasta llegar a presentar unas connotaciones claramente religiosas y morales.
                                                 José-Román Flecha Andrés