LA BLASFEMIA
A todos nos preocupa mantener nuestro buen
nombre, el de nuestra familia, el de nuestra ciudad o nuestra patria. En otros tiempos las personas o grupos
sociales se desafiaban en duelo en defensa de su buen nombre. Tales desafíos no
han terminado, tan sólo han cambiado su forma de presencia y algunos de sus
objetos. En nuestra sociedad pueden surgir altercados por la defensa del nombre
de un equipo deportivo. Tal vez hoy más que nunca se pueda percibir que el nombre
significa y presencializa la realidad aludida.
¿Qué
significa y qué debe significar respetar el nombre de Dios en una sociedad
secularizada? Lo primero que observamos es la frivolidad con la que se menciona
a Dios y a las creencias religiosas. Es más, en muchos casos, el nombre de Dios
-y en general, toda referencia a lo religioso- ha pasado a convertirse en
objeto apto para la manipulación publicitaria, con motivo de la propaganda de
artículos o de servicios. En otras ocasiones, se asiste a una especie de
licencia social para la blasfemia, inmotivada y gratuita. Junto a la blasfemia
espontánea y poco maliciosa de la gente sencilla, se da hoy una forma de
blasfemia más sutil, que se encuentra en la literatura, en el arte y en los
medios de comunicación.
En un sentido amplio, la blasfemia es
cualquier injuria o contumelia lanzada contra alguien (cf. Tit 3,2). En sentido
estricto es una expresión injuriosa contra Dios o contra las realidades
sagradas en general.
Una sociedad en la que no se ha descubierto o
ya se ha perdido el sentido del respeto al nombre de Dios, o bien no ha
descubierto las exigencias primeras de la religión o bien vive una religiosidad
más bien superficial y sociológica. Por el contrario, cuando se trata de vivir
coherentemente la experiencia religiosa, se descubre bien pronto el sentido de
la alabanza a Dios. La alabanza es la invocación externa, tanto en el culto
público como en el privado, del nombre
santo de Dios como manifestación de la vivencia religiosa.
1.
SANTIDAD DEL NOMBRE DE DIOS
Por
lo que se refiere al Antiguo Testamento, es preciso comenzar nuestra reflexión
recordando uno de los preceptos del Decálogo, que nos recuerda la santidad del
nombre de Dios, es decir de su persona, de su presencia y de su obra: "No
tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios" (Ex 20,7; Dt 5,11).
Originalmente,
este texto del Éxodo solamente prohibía el perjurio, es decir, invocar a Dios como
testigo de una falsedad. La razón de tal insistencia es fácilmente comprensible
si se tiene en cuenta la estructura de la sociedad antigua en la que la
certificación de la verdad de una acción u omisión era posible casi solamente
por medio del juramento, bien del acusado, bien de los acusadores.
Sin
embargo, el ámbito religioso en el que tal prohibición se formula permite
pensar en el valor positivo que trata de tutelar, que es precisamente la
obligación de honrar el nombre de Dios. Ya se sabe que en los pueblos
orientales, la mención del nombre equivale con frecuencia a la invocación de la
persona. Honrar el nombre de Dios significa glorificar a la divinidad.
'El nombre del Señor es santo'. El creyente
debe guardarlo en la memoria en un silencio de adoración amorosa, según la
advertencia de los profetas: “Silencio, toda carne, delante de Yahvéh” (Za
2,17; cf. So 1,7; Ha 2,20). No lo empleará en sus propias palabras, sino para
bendecirlo, alabarlo y glorificarlo. Así lo pregonan los salmos: “Aclamad la
gloria del nombre del Señor” (Sal 29,2). “Cantad al Señor, bendecid su nombre,
proclamad día tras día su victoria” (Sal 96,2). “Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por
siempre: de la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor”
(Sal 113,1-2).
En
los salmos es muy frecuente la alusión al nombre de Dios, santo y temible (Sal
111,9). Dios es fiel a su propio nombre (Sal 23,3), es decir a su bondad y a
sus promesas. Se lo proclama como glorioso (Sal 8, 1,9) y en él dice confiar el
creyente (Sal 33,21). Una de sus tareas primordiales es, precisamente, dar a
conocer el nombre de Dios (Sal 61,8; 83, 18). Incluso en los momentos de
triunfo, el piadoso israelita sabe que el honor no se debe a sus proezas sino
al nombre del Señor (Sal 115, 1).
Es
verdad que también los salmos nos recuerdan que los malvados hablan de Dios
pérfidamente. O, mejor, los que hablan mal de Dios son unos malvados (Sal 139,
20).
Los
profetas recuerdan que no se puede mencionar en vano el nombre de Dios (Am
6,10) y mucho menos se puede profanar, como ha hecho la casa de Israel ante las
naciones entre las que ha vivido (Ez 36,21). El nombre de Dios ha de ser
respetado. Es curioso ver que hasta se pone en boca de Nabucodonosor la
prohibición de hablar ligeramente del Dios de los jóvenes hebreos que él ha
mandado arrojar al horno encendido (cf. Dn 3,29).
En consecuencia, honrar el nombre de Dios es
uno de los signos más claros de la disposición del creyente a respetar el
ámbito de lo sagrado. Glorificar el nombre santo de Dios es reconocer la
majestad de lo sagrado, aceptar su presencia y su soberanía, adorarlo, al fin.
2.
JESÚS, EL BLASFEMO
En
el nuevo Testamento se pone en boca de Jesús una revisión y radicalización de
aquel mandamiento antiguo: "Habéis oído que se dijo a los antepasados: 'No
perjurarás'... Pues yo os digo que no juréis en modo alguno" (Mt 5,33-34).
Jesús
es el gran defensor del nombre de Dios. Según el evangelio de Juan, Jesús pide
al Padre que glorifique su propio nombre (Jn 12,28). Es más, guardados en el
nombre del Padre, los discípulos de Jesús podrán conservar la unidad (Jn
17,11).
En
boca de Jesús parece especialmente grave la blasfemia contra el Espíritu, que
consiste en atribuir al Maligno las obras que anuncian la llegada del Reino de
Dios. “Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia
contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo
del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no
se le perdonará ni en este mundo ni en el otro” (Mt 12, 31).
Pero
el Nuevo Testamento da un paso más. En
todos los evangelios se subraya el paso de la dignidad del nombre de Dios a la
importancia del nombre de Jesús. A los que creen en su nombre se les ha dado
potestad para ser hijos de Dios (Jn 1,12).
En su nombre hay que recibir a los niños (Mc 9,37), reunirse para orar
(Mt 18,20), pedir algo a Dios (Jn 14,13; 15,16; 16,23) o dejar casas y bienes
para seguirlo (Mt 19,29).
Y,
sin embargo, Jesús, el gran promotor de la dignidad de Dios, es acusado varias
veces como blasfemo por atribuirse la dignidad que compete solamente a Dios.
Ante el espectáculo que ofrece Jesús perdonando los pecados a un paralítico,
los escribas y fariseos lo juzgan como blasfemo: “¿Quién es éste que dice
blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?” (Lc 5,21; cf. Mc
2,6).
Todavía
más explícito es el texto joánico en el que se refiere que los judíos tratan de
apedrear a Jesús como reo de blasfemia, porque siendo hombre se hacía a sí
mismo Dios (cf. Jn 10,31).
La
escena más dramática se desarrolla en el Sanedrín. Jesús es interrogado por el
Sumo Sacerdote sobre sus pretensiones mesiánicas. Ante todo el consejo, Jesús
afirma claramente que él es el Cristo, el Hijo de Dios. En ese momento el sumo
sacerdote rasga sus vestiduras y exclama: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad
tenemos ya de testigos? Acabáis de oir la blasfemia” (Mt 26, 65; Mc 14,64).
Evidentemente
para quien no puede abrirse al misterio que en él se revela, las palabras y las
obras de Jesús aparecen como una blasfemia. Sólo la fe ayuda a descubrir el
sentido de su misión.
3.
LA BLASFEMIA DE LOS ÚLTIMOS TIEMPOS
Es
precisamente la fe en el nombre de Jesús el Mesías la que dará la salud a los
enfermos (Hech 3,16), la salvación a los creyentes (Hech 4,12; Rom 10,13) y el
perdón a los pecadores (Hech 10,43). El Mesías Jesús, muerto y resucitado, ha
recibido de Dios un nombre sobre todo nombre, para que ante él se doble toda
rodilla y toda lengua lo confiese como
Señor (Flp 2,9-11).
Los
verdaderos creyentes son aquellos que no dan pie para que sea blasfemado el
nombre de Dios entre las naciones (cf. Rom 2,24). La carta de Santiago reprueba
a los ricos, porque, con su comportamiento injusto hacia los pobres, blasfeman
el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre ellos (St 2,7).
Es
interesante esta referencia social. Para la fe cristiana, no sólo blasfema
quien con sus palabras ofende el nombre de Dios. También blasfema quien no se
comporta de acuerdo con su voluntad: quien con sus acciones u omisiones provoca
las blasfemias de otros contra un Dios al que se hace pasar por injusto.
Sin
embargo, “santificar” el nombre de Dios
es más que invocarlo con respeto. Santificar el nombre de Dios es reconocer su
soberanía y su cercanía, su justicia y su amor. El nombre de Dios y el de su Mesías ha de
ser retenido fielmente por los fieles (Ap 2,13), de modo que también ellos
puedan recibir un día un nombre nuevo (Ap 2,17) y la inscripción sobre su
frente del nombre santo del Señor y de su Padre (Ap 14,1).
Para
el Apocalipsis constituye una blasfemia llamarse judíos sin serlo, es decir,
atribuirse la pertenencia al verdadero Israel, que es ahora la comunidad del
que estuvo muerto y revivió (cf. Ap 2,9). Pero la blasfemia no solamente se
refiere al mundo judío que no ha aceptado al Mesías. Es más evidente aún en el
mundo pagano, que diviniza sus instituciones y las contrapone al reino del
Mesías. La bestia, que gobierna la tierra durante un período de tiempo
imperfecto, se da a conocer por sus blasfemias contra Dios y su nombre, contra
su tabernáculo y contra los que tienen en el cielo su morada (cf. Ap 13,5-6).
Esa bestia de color escarlata está cubierta de títulos blasfemos (cf. Ap 17,3).
Cuando el poder terreno se autodiviniza y exige adoración, la blasfemia se
institucionaliza.
En
esos casos, los creyentes están llamados a dar un testimonio de la santidad de
Dios, que con frecuencia se traduce en martirio.
José-Román Flecha Andrés
Publicados
en la revista "EVANGELIO Y VIDA".