miércoles, 23 de julio de 2014

QUE DICE LA BIBLIA SOBRE...

    
                                                                "Crucifixión Blanca". de Marc Chagall     

LA BLASFEMIA
 A todos nos preocupa mantener nuestro buen nombre, el de nuestra familia, el de nuestra ciudad o nuestra patria.   En otros tiempos las personas o grupos sociales se desafiaban en duelo en defensa de su buen nombre. Tales desafíos no han terminado, tan sólo han cambiado su forma de presencia y algunos de sus objetos. En nuestra sociedad pueden surgir altercados por la defensa del nombre de un equipo deportivo. Tal vez hoy más que nunca se pueda percibir que el nombre significa y presencializa la realidad aludida.
¿Qué significa y qué debe significar respetar el nombre de Dios en una sociedad secularizada? Lo primero que observamos es la frivolidad con la que se menciona a Dios y a las creencias religiosas. Es más, en muchos casos, el nombre de Dios -y en general, toda referencia a lo religioso- ha pasado a convertirse en objeto apto para la manipulación publicitaria, con motivo de la propaganda de artículos o de servicios. En otras ocasiones, se asiste a una especie de licencia social para la blasfemia, inmotivada y gratuita. Junto a la blasfemia espontánea y poco maliciosa de la gente sencilla, se da hoy una forma de blasfemia más sutil, que se encuentra en la literatura, en el arte y en los medios de comunicación.
 En un sentido amplio, la blasfemia es cualquier injuria o contumelia lanzada contra alguien (cf. Tit 3,2). En sentido estricto es una expresión injuriosa contra Dios o contra las realidades sagradas en general.
  Una sociedad en la que no se ha descubierto o ya se ha perdido el sentido del respeto al nombre de Dios, o bien no ha descubierto las exigencias primeras de la religión o bien vive una religiosidad más bien superficial y sociológica. Por el contrario, cuando se trata de vivir coherentemente la experiencia religiosa, se descubre bien pronto el sentido de la alabanza a Dios. La alabanza es la invocación externa, tanto en el culto público como en el privado,  del nombre santo de Dios como manifestación de la vivencia religiosa.

1. SANTIDAD DEL NOMBRE DE DIOS

Por lo que se refiere al Antiguo Testamento, es preciso comenzar nuestra reflexión recordando uno de los preceptos del Decálogo, que nos recuerda la santidad del nombre de Dios, es decir de su persona, de su presencia y de su obra: "No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios" (Ex 20,7; Dt 5,11).
Originalmente, este texto del Éxodo solamente prohibía el  perjurio, es decir, invocar a Dios como testigo de una falsedad. La razón de tal insistencia es fácilmente comprensible si se tiene en cuenta la estructura de la sociedad antigua en la que la certificación de la verdad de una acción u omisión era posible casi solamente por medio del juramento, bien del acusado, bien de los acusadores.
Sin embargo, el ámbito religioso en el que tal prohibición se formula permite pensar en el valor positivo que trata de tutelar, que es precisamente la obligación de honrar el nombre de Dios. Ya se sabe que en los pueblos orientales, la mención del nombre equivale con frecuencia a la invocación de la persona. Honrar el nombre de Dios significa glorificar a la divinidad. 
  'El nombre del Señor es santo'. El creyente debe guardarlo en la memoria en un silencio de adoración amorosa, según la advertencia de los profetas: “Silencio, toda carne, delante de Yahvéh” (Za 2,17; cf. So 1,7; Ha 2,20). No lo empleará en sus propias palabras, sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo. Así lo pregonan los salmos: “Aclamad la gloria del nombre del Señor” (Sal 29,2). “Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su victoria” (Sal 96,2). “Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre: de la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor” (Sal 113,1-2).
En los salmos es muy frecuente la alusión al nombre de Dios, santo y temible (Sal 111,9). Dios es fiel a su propio nombre (Sal 23,3), es decir a su bondad y a sus promesas. Se lo proclama como glorioso (Sal 8, 1,9) y en él dice confiar el creyente (Sal 33,21). Una de sus tareas primordiales es, precisamente, dar a conocer el nombre de Dios (Sal 61,8; 83, 18). Incluso en los momentos de triunfo, el piadoso israelita sabe que el honor no se debe a sus proezas sino al nombre del Señor (Sal 115, 1).
Es verdad que también los salmos nos recuerdan que los malvados hablan de Dios pérfidamente. O, mejor, los que hablan mal de Dios son unos malvados (Sal 139, 20).
Los profetas recuerdan que no se puede mencionar en vano el nombre de Dios (Am 6,10) y mucho menos se puede profanar, como ha hecho la casa de Israel ante las naciones entre las que ha vivido (Ez 36,21). El nombre de Dios ha de ser respetado. Es curioso ver que hasta se pone en boca de Nabucodonosor la prohibición de hablar ligeramente del Dios de los jóvenes hebreos que él ha mandado arrojar al horno encendido (cf. Dn 3,29).
 En consecuencia, honrar el nombre de Dios es uno de los signos más claros de la disposición del creyente a respetar el ámbito de lo sagrado. Glorificar el nombre santo de Dios es reconocer la majestad de lo sagrado, aceptar su presencia y su soberanía, adorarlo, al fin.

2. JESÚS, EL BLASFEMO

En el nuevo Testamento se pone en boca de Jesús una revisión y radicalización de aquel mandamiento antiguo: "Habéis oído que se dijo a los antepasados: 'No perjurarás'... Pues yo os digo que no juréis en modo alguno" (Mt 5,33-34).
Jesús es el gran defensor del nombre de Dios. Según el evangelio de Juan, Jesús pide al Padre que glorifique su propio nombre (Jn 12,28). Es más, guardados en el nombre del Padre, los discípulos de Jesús podrán conservar la unidad (Jn 17,11).
En boca de Jesús parece especialmente grave la blasfemia contra el Espíritu, que consiste en atribuir al Maligno las obras que anuncian la llegada del Reino de Dios. “Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro” (Mt 12, 31).
Pero el Nuevo Testamento da un paso más.  En todos los evangelios se subraya el paso de la dignidad del nombre de Dios a la importancia del nombre de Jesús. A los que creen en su nombre se les ha dado potestad para ser hijos de Dios (Jn 1,12).  En su nombre hay que recibir a los niños (Mc 9,37), reunirse para orar (Mt 18,20), pedir algo a Dios (Jn 14,13; 15,16; 16,23) o dejar casas y bienes para seguirlo (Mt 19,29).
Y, sin embargo, Jesús, el gran promotor de la dignidad de Dios, es acusado varias veces como blasfemo por atribuirse la dignidad que compete solamente a Dios. Ante el espectáculo que ofrece Jesús perdonando los pecados a un paralítico, los escribas y fariseos lo juzgan como blasfemo: “¿Quién es éste que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?” (Lc 5,21; cf. Mc 2,6).
Todavía más explícito es el texto joánico en el que se refiere que los judíos tratan de apedrear a Jesús como reo de blasfemia, porque siendo hombre se hacía a sí mismo Dios (cf. Jn 10,31).
La escena más dramática se desarrolla en el Sanedrín. Jesús es interrogado por el Sumo Sacerdote sobre sus pretensiones mesiánicas. Ante todo el consejo, Jesús afirma claramente que él es el Cristo, el Hijo de Dios. En ese momento el sumo sacerdote rasga sus vestiduras y exclama: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oir la blasfemia” (Mt 26, 65; Mc 14,64).
Evidentemente para quien no puede abrirse al misterio que en él se revela, las palabras y las obras de Jesús aparecen como una blasfemia. Sólo la fe ayuda a descubrir el sentido de su misión.

3. LA BLASFEMIA DE LOS ÚLTIMOS TIEMPOS

Es precisamente la fe en el nombre de Jesús el Mesías la que dará la salud a los enfermos (Hech 3,16), la salvación a los creyentes (Hech 4,12; Rom 10,13) y el perdón a los pecadores (Hech 10,43). El Mesías Jesús, muerto y resucitado, ha recibido de Dios un nombre sobre todo nombre, para que ante él se doble toda rodilla  y toda lengua lo confiese como Señor (Flp 2,9-11).
Los verdaderos creyentes son aquellos que no dan pie para que sea blasfemado el nombre de Dios entre las naciones (cf. Rom 2,24). La carta de Santiago reprueba a los ricos, porque, con su comportamiento injusto hacia los pobres, blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre ellos (St 2,7).
Es interesante esta referencia social. Para la fe cristiana, no sólo blasfema quien con sus palabras ofende el nombre de Dios. También blasfema quien no se comporta de acuerdo con su voluntad: quien con sus acciones u omisiones provoca las blasfemias de otros contra un Dios al que se hace pasar por injusto. 
Sin embargo,  “santificar” el nombre de Dios es más que invocarlo con respeto. Santificar el nombre de Dios es reconocer su soberanía y su cercanía, su justicia y su amor.    El nombre de Dios y el de su Mesías ha de ser retenido fielmente por los fieles (Ap 2,13), de modo que también ellos puedan recibir un día un nombre nuevo (Ap 2,17) y la inscripción sobre su frente del nombre santo del Señor y de su Padre (Ap 14,1).
Para el Apocalipsis constituye una blasfemia llamarse judíos sin serlo, es decir, atribuirse la pertenencia al verdadero Israel, que es ahora la comunidad del que estuvo muerto y revivió (cf. Ap 2,9). Pero la blasfemia no solamente se refiere al mundo judío que no ha aceptado al Mesías. Es más evidente aún en el mundo pagano, que diviniza sus instituciones y las contrapone al reino del Mesías. La bestia, que gobierna la tierra durante un período de tiempo imperfecto, se da a conocer por sus blasfemias contra Dios y su nombre, contra su tabernáculo y contra los que tienen en el cielo su morada (cf. Ap 13,5-6). Esa bestia de color escarlata está cubierta de títulos blasfemos (cf. Ap 17,3). Cuando el poder terreno se autodiviniza y exige adoración, la blasfemia se institucionaliza.
En esos casos, los creyentes están llamados a dar un testimonio de la santidad de Dios, que con frecuencia se traduce en martirio.
                                           José-Román Flecha Andrés     
Publicados en la revista "EVANGELIO Y VIDA".