lunes, 14 de julio de 2014

QUE DICE LA BIBLIA SOBRE...



LA ADORACIÓN
   La palabra "adoración", del latín  adoratio, evoca el gesto de acercar la mano a la boca para enviar un beso. Esta expresión pertenece al lenguaje religioso universal y expresa tanto el culto que se debe a Dios, como los actos o gestos que lo reflejan. Entre ellos, es importante la postración, que se traduce también por "adoración”.
Todos los humanos han buscado algo o alguien a quien adorar. ¿Por qué? Para unos, esta necesidad obedece a la propia inseguridad, que busca un apoyo contra el temor. Para otros,  la adoración significa la trascendencia misma del ser humano, que se niega a sentirse reducido a la mera facticidad de los objetos. Adorar es profesar una vinculación con la divinidad, una familiaridad con lo divino, que rescata al ser humano de su finitud.
Es cierto que esta tendencia tan universal puede verse frustrada. La necesidad de la adoración se dirige a veces hacia objetos naturales, a las mismas obras de la mano del hombre, a las instituciones por él fundadas, o hacia su mismo ser. En esos casos, el anhelo del hombre hacia el infinito y su apertura a la trascendencia reciben un dramático recorte práctico.
La adoración suena como extraña en una sociedad secular, que parece perseguir tan sólo fines pragmáticos e inmediatos. Sin embargo,  la adoración a Dios  constituye la más alta afirmación de la dignidad del ser humano.  Tener el valor de dedicar un tiempo a la adoración es tanto como reivindicar la dignidad del ser humano por encima y con independencia de su capacidad organizativa o productiva.
Adorar a Dios es reconocer la soberanía de Dios y la contigencia de la criatura.  Reconocer su grandeza y su soberanía sobre todo lo creado. Reconocer su cercanía y providencia respecto al ser humano, es decir, su amor, que, a fin de cuentas, es su forma divina de ser. Reconocer que sin esa referencia al amor divino, el ser humano sería nada, soledad, nostalgia y fracaso. 

UN PUEBLO DE ADORADORES

La páginas de la Biblia nos recuerdan constantemente esta actitud religiosa fundamental. Abraham invita a sus siervos a esperarle mientras él va con Isaac a adorar a Dios (Gen 22, 5) Cuando se le revela,  Moisés lo confiesa como Dios misericordioso y clemente y se postra en tierra para adorarlo (Ex 34, 8).  Elcaná, el benjaminita padre de Samuel, subía de año en año con sus dos esposas para adorar a Dios en el santuario de Silo (1 Sam 1,3).
Es cierto que con frecuencia se censura al reino de Israel por haber adorado a los astros y haber dado culto a Baal (2 Re 17,16). También en el reino de Judá se recuerda cómo el rey Manasés volvió a edificar los lugares de culto derribados por su padre Ezequías, para adorar a todo el ejército de los cielos (2 Cr 33,3).
Pero los astros no son dioses, sino obra de Dios. Las mesnadas de los cielos se prosternan ante Yahvéh en adoración (Neh 9,6). Como para imitarlos a ellos, también los creyentes son invitados a adorar a su Dios:
“Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro” (Sal 95, 6).
Es más, una de las grandes señales de los tiempos mesiánicos será precisamente la adoración universal al Dios de Israel:
“Aquel día se tocará un cuerno grande,
y vendrán los perdidos por tierra de Asur
y los dispersos por tierra de Egipto,
y adorarán a Yahvéh
en el monte santo de Jerusalén” (Is 27,13).
Es cierto que algunos han equivocado el camino. En una famosa sátira contra la idolatría se describe la tarea del escultor. Elige un leño que puede servir para mil usos. Unos lo echan al fuego y se calientan. Y otros hacen de él un dios, al que se adora, un ídolo para inclinarse ante él (Is 44, 13-17). Pero llegará el día en que reconocerán su error:
“Así pues, de plenilunio en plenilunio
y de sábado en sábado,
vendrán todos a adorar
en mi presencia -dice Yahvéh” (Is 66, 23).

En la historia hebrea ha habido momentos difíciles. El libro de Daniel refleja la actual persecución religiosa contra su pueblo por parte de Antíoco IV Epífanes, evocando el antiguo edicto de Nabucodonosor: “A vosotros, pueblos, naciones y lenguas, se os hace saber: En el momento en que oigáis el cuerpo, el pífano, la cítara, la sambuca, el salterio, la zampoña y toda clase de música, os postraréis y adoraréis la estatua de oro que ha erigido el rey Nabucodonosor. Aquellos que no se postren y la adoren, serán inmediatamente arrojados en un horno de fuego ardiente” (Dan 3,4).
Muchos se plegaron ante aquella orden. Pero tres judíos - Sadrak, Mesak y Abed-Negó- se negaron a adorar la estatua de oro y fueron arrojados a las llamas, de las que saldrían milagrosamente ilesos. Sus palabras se convirtieron en un lema para todos los creyentes: “Si nuestro Dios, a quien servimos, es capaz de librarnos, nos librará del horno de fuego ardiente y de tu mano, oh rey; y si no lo hace, has de saber, oh rey, que nosotros no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que has erigido” (Dan 3,17-18).

ADORAR EN ESPIRITU Y VERDAD

Apenas abiertos los evangelios, nos encontramos con el relato de los magos que vinieron del oriente buscando al recién nacido rey de los judíos con el fin de adorarlo (Mt 2,2). También su gesto se convierte en parábola para todos los pueblos.
Por otra parte, el adorado por los magos también es tentado para que olvide su dignidad y su misión. El demonio ofrece a Jesús el mundo y sus riquezas a cambio de su adoración. Citando la prescripción del Deuteronomio (6,13), Jesús rechaza la tentación de Satanás, afirmando rotundamente: "Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto" (Mt 4,10; Lc 4,8).
El evangelio de Juan nos lo presenta una vez como discutiendo sobre esta cuestión religiosa.  Junto al pozo de Jacob, una mujer samaritana le pregunta si hay que adorar a Dios en el monte Garizim o en Jerusalén. En la boca de Jesús se manifiesta la fe de la comunidad cristiana: “Ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorarle en espíritu y verdad” (Jn 4, 20-24).
El ciego enviado por Jesús a lavarse en la piscina de Siloé vuelve a él completamente curado. Interpelado por Jesús confiesa su fe  en Jesús: “Creo, Señor. Y se postró ante él” (Jn 9, 38). Por eso será un paradigma del cristiano renacido en el agua y en la fe.
Durante su vida terrena, Jesús actuaba como un hombre normal. Al máximo, había sido testigo de la fe de algunos griegos, entre los que subían a adorar en la fiesta, que terminaron buscándole a él (Jn 12,20). Pero una vez resucitado de entre los muertos, sus discípulos le adoraron en un monte de Galilea, en el que los había citado (Mt 28,17). El adorador de Dios era ya adorado como Dios y Señor.

¿ADORAR AL DRAGÓN O AL SEÑOR?

Y así habría de ser, en adelante. Los Hechos de los Apóstoles nos hablan de un alto funcionario de Candace, reina de los etíopes, que vino también a Jerusalén para adorar a Dios y terminó descubriendo la grandeza del Señor Jesús (Hech 8,27).
Sin embargo, la tentación a adorar a los humanos permanece.  De hecho, el centurión Cornelio pretende adorar a Pedro, a lo cual éste protesta diciendo: “Levántate, que también yo soy un hombre” (Hech 10, 25-26).
A los atenienses que adoran a un dios desconocido, Pablo les anuncia al Dios creador del universo, que invita a los seres humanos a la conversión ante el juicio que realizará por medio de su hijo resucitado (Hech 17, 22-34).
Él mismo habrá de recordar que el comportamiento de los cristianos en las asambleas litúrgicas debería mover a los infieles a la adoración del único Dios (1 Cor 14,25).
De todas formas, es claro que los creyentes no podrán adorar a nadie más que a Dios y a su Hijo. Sólo de su Hijo que llega al mundo ha podido decir Dios: “Adórenle todos los ángeles de Dios” (Heb 1, 6).
Sin embargo, el libro del Apocalipsis nos ayuda a descubrir la eterna tentación de cambiar una adoración por otra adoración. Los veinticuatro ancianos adoran al que vive por los siglos de los siglos (Ap 4,10; 5,14). Pero también hay gentes que adoran a la Bestia: “Y la adoraron todos los habitantes de la tierra cuyo nombre no está inscrito, desde la creación del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado” (Ap 13,8).
Por encima de toda tentación, se oye la voz de un ángel, que proclama una buena nueva eterna: “Temed a Dios y dadle gloria..., adorad al que hizo el cielo y la tierra, el mar y los manantiales de agua” (Ap 14,7). Un tercer ángel proclama la oportuna maldición: “Si alguno adora a la Bestia y a su imagen, y acepta la marca en su frente o en su mano, tendrá que beber también del vino del furor de Dios” (Ap 14,9).
Como representantes del pueblo redimido, los veinticuatro ancianos y los cuatro seres se postraron y adoraron a Dios, que está sentado en el trono diciendo: ¡Amén! ¡Aleluya! (Ap 19, 4).
Ante la tentación de adorar a un ángel o a otro siervo del Señor, resuena impetuosa la voz que repite por dos veces: “A Dios tienes que adorar” (Ap 19,10; 22,9). Los que viven para siempre y reinan con Cristo son  los que no adoraron a la Bestia y a su imagen, es decir, los que entregaron la vida por el testimonio de Jesús y la palabra de Dios (Ap 20,4). Los que no se dejaron seducir por la idolatría del poder, los que mantuvieron la fidelidad a su llamada. Los que pertenecen al Señor.

Se podría concluir recordando la afirmación del Catecismo de la Iglesia Católica: "La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo" (CEC 2097).
José-Román Flecha Andrés
Publicados en la revista "EVANGELIO Y VIDA".