domingo, 22 de junio de 2014

¿QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE…?

                                            LA VOCACIÓN

En un mundo marcado por la autonomía y la libertad es difícil hablar de la vocación.  Se prefiere hablar simplemente del trabajo o de la profesión.  Todo el mundo prefiere pensar que puede “elegir” su dedicación personal.
No se puede entender la vocación –es decir, la “llamada”- si no se cree en alguien que pueda llamar a la persona para una tarea única, personal e inesquivable.  Aceptar la vocación significa entender que la vida tiene un sentido trascendente. Que él ser humano no se identifica simplemente con lo que hace. Y menos aún con el salario que recibe.
Aceptar la vocación significa creer en Dios. En su majestad y en su cercanía. En un Dios que manifiesta su voluntad a los hombres. Pero significa también comprender que esa voluntad se expresa por medio de mediaciones históricas, sencillas y habituales como la vida misma.
  
1.     La vocación en Israel

En las páginas del Antiguo Testamento, Se nos presenta a un Dios que llama a algunas personas concretas y les encomienda una misión. Se podría decir que la historia de Israel comienza con la vocación de Abraham, llamado por Dios desde una tierra extraña (Gén 12,1-5) para confiarle una misión y establecer con él una alianza (Gen 15; 17). También Moisés es llamado por Dios. También a él se le confía una misión difícil: la de liberar a su pueblo de la esclavitud a la que está sometido en Egipto (Ex 3).
Los relatos de vocación encuentran en el libro de los jueces un esquema que se repetirá con frecuencia. Dios llama a Gedeón por medio de su ángel y le envía a salvar a su pueblo de las manos de los madianitas. El elegido plantea sus objeciones. Dios le da pruebas de la veracidad de la llamada. A pesar de sus temores, el elegido acepta su misión y Dios le promete su asistencia (Jue 6,11-24).
Un encanto especial reviste la “vocación” de Samuel. Todavía niño, es llamado por Dios en el santuario de Silo para confiarle una misión profética (1 Sam 3).
También Isaías refiere su vocación profética apelando a los esquemas clásicos. Al descubrimiento de la santidad de Dios sigue en él la confesión de su propia indignidad. Una vez purificados sus labios por las brasas del altar, puede responder a la llamada del Señor y anunciar su mensaje a su pueblo (Is 6, 1-23).
La vocación de Jeremías se remonta a sus mismos orígenes. Dios le había consagrado como profeta antes de haberlo formado en el seno materno (Jer 1,5). Las objeciones del llamado se concretan ahora en la dificultad para expresarse. Pero la promesa de la presencia y ayuda de Dios fortalecen al enviado. Ante las persecuciones y los aparentes fracasos, Dios renueva su llamada y renovará protección: “Yo estoy contigo para librarte y salvarte” (Jer 15,20). A pesar de las tentaciones y el desaliento, el profeta, “seducido” por Dios puede confesar: “Había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jer 20,9).
La rebeldía del llamado ante la fuerza de una vocación gratuita que compromete su vida se encuentra también en la boca de Amós, el pastor, al que Yahvéh tomó de detrás del rebaño para enviarlo a profetizar a Israel (Am 7,15). Pero el paradigma del profeta que intenta rechazar la vocación es Jonás. Elegido para dirigirse a Nínive e invitar a sus habitantes a la conversión, toma el camino contrario al que le marca el Señor (Jn 1,2-3). Ante la llamada reiterada de Dios, el profeta acepta una vocación en la que no cree (Jn 3,1-4). El mensajero habrá de escuchar al fin del mismo Dios el mensaje de la misericordia divina que de mala gana él ha aceptado anunciar (Jn 4,11).

2. La vocación cristiana

Según las tradiciones sinópticas, Jesús de Nazaret recibe la revelación que se le dirige de lo alto con las palabras otrora dedicadas al Siervo de Dios: “Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco” (Mc 1,11).  Según la tradición joánica, Jesús ha venido al mundo en nombre de su Padre (Jn 5,43); se sabe enviado por el Padre (Jn 3,17; 6,57). Su alimento es hacer la voluntad del que le ha enviado y llevar a cabo su obra (Jn 4,34). Esa es su vocación y su misión.
El llamado por Dios, llama a su vez a algunos discípulos. La vocación de Simón y Andrés, de Santiago y Juan indica que la iniciativa viene sola y exclusivamente de Jesús y que requiere una decisión radical para abandonar todas las cosas para seguirle sólo a Él (Mc 1,16-20. El esquema se repite en el relato de la vocación de Leví (Mc 2,14).
Los discípulos de los rabinos buscaban un maestro; ahora es el Maestro el que busca a sus discípulos. Aquellos trataban de “aprender” una doctrina; éstos han de “seguir” al Maestro, aceptando su suerte y su muerte. El aprendizaje de una enseñanza marca el final del discipulado rabínico. El seguimiento de Jesús no puede tener un término: compromete la existencia entera.
En otros lugares se deja constancia de las características previas de los llamados. Andrés y “el otro” discípulo que siguieron a Jesús, interesándose por el lugar de su residencia, eran ya discípulos de Juan el Bautista (Jn 1,35). De todas formas, la vocación al seguimiento nace en realidad cuando el Maestro se vuelve y les dice: “Venid y lo veréis”. Por otra parte, los llamados se convierten en transmisores de la llamada. Andrés es una mediación humana para la vocación de su hermano Simón (Jn 1,40-42), mientras que Felipe contribuye con su testimonio personal a la vocación de Natanael (Jn 1, 43-51).
El evangelio de Juan subraya una y otra vez la gratuidad inicial de la fe: “Nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no le atrae” (Jn 6,44). De modo semejante, recuerda la gratuidad de la vocación al discipulado.  Los llamados por Jesús no pueden ser considerados como sus siervos; son sus amigos. Pero ese itinerario de amistad tiene su origen en él mismo: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado a que vayáis y deis fruto, y un fruto que permanezca” (Jn 15, 16).
De todas formas, los relatos evangélicos no dejan de anotar las dificultades por las que pasan los que han recibido la vocación al discipulado.  Son demasiado lentos para comprender las enseñanzas de Jesús y, sobre todo, el misterio de la cruz (cf. Mc 8,31-33). Se muestran egoístas, amigos de los primeros puestos y reacios a servir a los demás (Mc 9,33-35; 10,35-45). Mientras uno de sus discípulos lo traiciona y  entrega en manos de sus enemigos (Mc 14,10-11.17-21.43-45), todos los demás  lo abandonan y huyen (Mc 14,50).
La vocación de Saulo-Pablo merecería un estudio especial. Varias veces evocada en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hech 9,1-19; 22,5-16; 26,10-18), es recordada por él mismo como un misterio de elección gratuita (Gál 1, 11-24). Pero la llamada primera, totalmente inmerecida, exige del apóstol una fidelidad constante con vistas a la predicación del evangelio. Esa tarea que le ha sido encomendada es ya para Pablo su verdadera recompensa (1 Cor 9,16-18). 
En un himno, a la vez triunfal y agradecido, proclama Pablo que los llamados por Jesucristo saben que nada ni nadie podrá separarles jamás del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús (Rom 8, 35-39). La vocación cristiana nace del amor y sólo en el amor encuentra su plenitud.

                                                                                                            José-Román Flecha Andrés
                                                                                                   Universidad Pontificia de Salamanca.                                  
 Publicados en la revista "EVANGELIO Y VIDA".