jueves, 12 de junio de 2014

QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE…


EL LLANTO

El llanto y las lágrimas parecen haberse convertido hoy en un tabú. Nadie se gloría de haber llorado. Y, si lo hace, resulta sospechoso e incómodo para quienes le escuchan.  La experiencia del dolor ha sido deshumanizada. El dolor propio es temido como la muerte. La mayor parte de nuestros sufrimientos nacen precisamente del temor al sufrimiento que nos acongoja y paraliza. No es extraño que el dolor ajeno sea con frecuencia ignorado o silenciado.
Sien embargo, las lágrimas ajenas también pueden atraer la atención, cuando brotan de una situación morbosa. Para muchos la contemplación del dolor ajeno es una especie catarsis. Gracias a ella se hacen la ilusión de que la cuota de dolor ya ha sido repartida y ellos han tenido el privilegio de liberarse de ella. La curiosidad morbosa ante las lágrima ajenas nace precisamente del miedo al propio dolor.

 1. El llanto de Israel

Por ser tan inevitablemente humano, el llanto encuentra  un lugar recurrente en las páginas de la Escritura.
Se recuerda el llanto de Agar ante la prevista muerte de su hijo Ismael (Gén 21, 16) y el de Abraham por la muerte de Sara (Gén 23, 2). Llora Esaú por haber perdido su primogenitura y al encontrarse de nuevo con su hermano Jacob que lo había suplantado (Gén 27, 38; 33,4). También Jacob ha de llorar la muerte de José (Gén 37,35) y José  llora  al reencontrar a sus hermanos (Gén 42,23; 43,30; 45,2.14-15) y al padre que lo amaba (Gén 46,29). 
Durante el peregrinaje por el desierto, llora el pueblo hambriento (Núm 11,10.13) y llora de nuevo cuando regresan los exploradores enviados por Moisés (Núm 14, 1). Pero ese llanto de Israel no siempre fue agradable al Señor, puesto que no comportaba una escucha de su palabra (Dt 1,45).
Llora la hija de Jefté antes de ser sacrificada por su padre (Jue 11,37) y lloran Orpá y Rut, cuando su suegra Noemí las despide (Rut 1, 9.14). En el templo de Siló, Ana lamenta su esterilidad (1 Sam, 1,7.10). Su hijo Samuel llora por el rey Saúl (1 Sam 15,35; 16,1), y por su muerte y la de su hijo Jonatán habrá de llorar David (2 Sam 1, 11-12).
En los salmos el orante inunda de lágrimas su lecho (Sal 6,7) o confiesa que  “por la tarde le visitan las lágrimas y por la mañana los gritos de alborozo” (Sal 30, 6). Los llantos y las lagrimas son comparados con frecuencia con el pan de cada día (Sal 42,4; 80,6; Sal 102, 10).
En una hermosa plegaria, se dirige a Dios, esperando que preste atención a su dolor: “Escucha mi súplica, Yahveh, presta oído a mi grito, no te hagas sordo a mis lágrimas” (Sal 39,13). Su profundo sentido religioso hace llorar a otro creyente: “Mis ojos destilan ríos de lágrimas, porque tu ley no se guarda”(Sal 119,136). 
  El dolor y la desolación del desterrado se refleja en uno de los salmos más bellos: “Junto a los canales de Babilonia nos sentábamos a llorar con nostalgia  de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras” (Sal 137, 1-2). Recordando la vuelta del destierro, otro salmo proclama el increíble cambio de suerte que el Señor facilita a los que sufren: “Los que sembraron con lágrimas cosechan entre cantares: Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando trayendo sus gavillas” (Sal 126, 5-6).
En la voz de Jeremías, el llanto acompaña al desastre de su pueblo: “¡Quién convirtiera mi cabeza en llanto, mis ojos en manantial de lágrimas para llorar día y noche a los muertos de la hija de mi pueblo!” (Jer 8,23; 9, 17-18).  El profeta evoca el llanto que se oye en las tierras de Belén y anuncia la  liberación que Dios ofrece a su pueblo deportado  (Jer 31, 15-17).
La ruina de Judá y Jerusalén ha inspirado las elegías de las Lamentaciones, en las que resuenan el llanto de la ciudad santa y las lágrimas del profeta que contempla su caída  (Lam 1,2; 2,11; 2,18; 3,48). 
La segunda parte del libro de Isaías es rica en exhortaciones consoladoras (Is 40, 1), porque “Israel ha sufrido más de lo debido” y en promesas del consuelo de Dios a su pueblo (Is 51,3; cf. Is 61,2; 66,11.13). Dios mismo se presenta como el consolador de sus gentes (Is 51,12).
Pero sin una verdadera conversión, Dios no escucha a los que cubren su altar de lágrimas ni acepta con gusto su  oblación  (Mal 2,13).

2. El llanto de Jesús

El nacimiento del Mesías, fuente de alegría para todo el pueblo (Lc 2,10), desencadena al mismo tiempo la aflicción. Ante la matanza de los inocentes, se  retoma el ya citado canto de Jeremías: “Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen” (Mt 2, 18).
Por lo que respecta a Jesús, un día se compadece  del llanto de una viuda de Naím a la que se le ha muerto su hijo único  (Lc 7, 13). Otro día reprende a quienes lloran la muerte de la hija de Jairo, diciendo: “No lloréis, no ha muerto; está dormida” (Lc 8, 52). Y, camino del suplicio, interpela a las mujeres que lamentan su muerte: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras y por vuestros hijos” (Lc 23, 28).
Pero sobre todo, Jesús se encuentra con el dolor de una mujer pecadora que  “con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba” (Lc 7, 38). Si la conciencia de su pecado y su gran amor desatan el llanto de esta mujer, es el arrepentimiento el que suelta las lágrimas de Pedro que, “saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22, 62).
El evangelio de Juan anota el dolor de María, con motivo de la muerte de su hermano Lázaro, y el llanto de Jesús ante la falta de su amigo (Jn 11, 31-35). De nuevo se hace referencia a sus lágrimas cuando se acerca  a la ciudad de Jerusalén  (Lc 19, 41).
En la última cena, Jesús anuncia a sus discípulos que habrán de llorar y lamentarse, pero su tristeza se convertirá en gozo  (Jn 16, 20-22). En esas palabras proféticas se anuncia una alegría que surge triunfante del dolor.
Como evocando la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní, la carta a los Hebreos recuerda que “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, [Jesús] fue escuchado por su actitud reverente” (Heb 5,7).
Quien ha atravesado personalmente el valle del dolor, puede sin engaño proclamar dichosos a los que sufren: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. (Mt 6,5). 
El llanto de María Magdalena junto al sepulcro vacío sólo encuentra consuelo en la aparición del Resucitado (cf. Jn 20, 11-18).

3. Dios enjugará toda lágrima

Las palabras de Pablo estuvieron a veces bañadas de lágrimas a causa de la incongruencia de algunos hermanos, como escribe a los Filipenses (Flp 3,18). Se recuerda la aflicción y las lágrimas con las que se dirige a la comunidad de Corinto (2 Cor 2,4; cf. 12, 21).
Enriquecido por esta experiencia, Pablo pide a los Romanos  que se alegren con los que se alegran y lloren con los que lloran (Rom 12,15), al tiempo que los encomienda al Dios de la consolación (Rom 15,5).
La conciencia de la pronta manifestación del Señor y de la caducidad del tiempo presente, le permite decir: “El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen (1 Cor 7, 29-30). De hecho, la fe cristiana confiesa que, en Jesucristo, Dios nos ha concedido una consolación eterna y una esperanza dichosa (2 Tes 2,16).
La carta de Santiago exhorta a los fieles a cambiar sus actitudes: “Lamentad vuestra miseria, entristeceos y llorad. Que vuestra risa se cambie en llanto y vuestra alegría en tristeza” (Sant 4,9-10). Si los que lloran serán consolados, los que han vivido de forma regalada no pueden aguardar el consuelo, sino  solo temer su condena (cf. Sant 5, 1-7).
A través de sus lágrimas (Ap 5,5), el vidente del Apocalipsis ve a los que lloran la caída de la Gran Babilonia (cf. Ap 18, 6-13). Los justos, por el contrario, encontrarán su morada en la ciudad que baja del cielo y Dios “enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el  mundo viejo ha pasado” (Ap 21,4).
 
4. Consolados para consolar

A la luz de la palabra de Dios los afligidos se equiparan a los pobres y a los humildes.  Los que lloran son todos aquellos que no encuentran apoyo y comprensión en la sociedad. Sólo Dios es su consuelo. 
La aflicción que se considera bienaventurada tiene un sentido profundamente religioso. Son los afligidos por el peso de sus pecados los que, al implorar la misericordia y el perdón de Dios, encontrarán cercano y generoso su consuelo. A los que reconocen su debilidad se les promete el Paráclito, es decir el Espíritu consolador, espíritu de amor y de perdón.
Esta escucha de la palabra de Dios y esa aceptación del Mesías Jesús ha de llevar a la Iglesia y a cada uno de los cristianos a prestar oído al lamento de todos los que sufren, cercanos y lejanos.
La bienaventuranza del llanto y el consuelo nos invita a mirar la existencia humana en una perspectiva escatológica. La alegría que se espera justifica y compensa las preocupaciones y los riesgos que se afrontan para conseguirla. El Dios de la esperanza es también el Dios del consuelo eterno.

José-Román Flecha Andrés
Publicados en la revista "EVANGELIO Y VIDA".