EL LLANTO
El llanto y las lágrimas parecen haberse convertido hoy en
un tabú. Nadie se gloría de haber llorado. Y, si lo hace, resulta sospechoso e
incómodo para quienes le escuchan. La
experiencia del dolor ha sido deshumanizada. El dolor propio es temido como la
muerte. La mayor parte de nuestros sufrimientos nacen precisamente del temor al
sufrimiento que nos acongoja y paraliza. No es extraño que el dolor ajeno sea
con frecuencia ignorado o silenciado.
Sien embargo, las lágrimas ajenas también
pueden atraer la atención, cuando brotan de una situación morbosa. Para muchos
la contemplación del dolor ajeno es una especie catarsis. Gracias a ella se
hacen la ilusión de que la cuota de dolor ya ha sido repartida y ellos han tenido
el privilegio de liberarse de ella. La curiosidad morbosa ante las lágrima
ajenas nace precisamente del miedo al propio dolor.
1. El llanto de Israel
Por ser tan inevitablemente humano, el llanto
encuentra un lugar recurrente en las
páginas de la Escritura.
Se recuerda el llanto de Agar ante la prevista
muerte de su hijo Ismael (Gén 21, 16) y el de Abraham por la muerte de Sara
(Gén 23, 2). Llora Esaú por haber perdido su primogenitura y al encontrarse de
nuevo con su hermano Jacob que lo había suplantado (Gén 27, 38; 33,4). También
Jacob ha de llorar la muerte de José (Gén 37,35) y José llora
al reencontrar a sus hermanos (Gén 42,23; 43,30; 45,2.14-15) y al padre
que lo amaba (Gén 46,29).
Durante el peregrinaje por el desierto, llora
el pueblo hambriento (Núm 11,10.13) y llora de nuevo cuando regresan los
exploradores enviados por Moisés (Núm 14, 1). Pero ese llanto de Israel no
siempre fue agradable al Señor, puesto que no comportaba una escucha de su
palabra (Dt 1,45).
Llora la
hija de Jefté antes de ser sacrificada por su padre (Jue 11,37) y lloran Orpá y
Rut, cuando su suegra Noemí las despide (Rut 1, 9.14). En el templo de Siló,
Ana lamenta su esterilidad (1 Sam, 1,7.10). Su hijo Samuel llora por el rey
Saúl (1 Sam 15,35; 16,1), y por su muerte y la de su hijo Jonatán habrá de
llorar David (2 Sam 1, 11-12).
En los
salmos el orante inunda de lágrimas su lecho (Sal 6,7) o confiesa que “por la tarde le visitan las lágrimas y por
la mañana los gritos de alborozo” (Sal 30, 6). Los llantos y las lagrimas son
comparados con frecuencia con el pan de cada día (Sal 42,4; 80,6; Sal 102, 10).
En una
hermosa plegaria, se dirige a Dios, esperando que preste atención a su dolor:
“Escucha mi súplica, Yahveh, presta oído a mi grito, no te hagas sordo a mis lágrimas”
(Sal 39,13). Su profundo sentido religioso hace llorar a otro creyente: “Mis
ojos destilan ríos de lágrimas, porque tu ley no se guarda”(Sal 119,136).
El dolor y la desolación del desterrado se
refleja en uno de los salmos más bellos: “Junto a los canales de Babilonia nos
sentábamos a llorar con nostalgia de
Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras” (Sal 137, 1-2).
Recordando la vuelta del destierro, otro salmo proclama el increíble cambio de
suerte que el Señor facilita a los que sufren: “Los que sembraron con lágrimas
cosechan entre cantares: Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver,
vuelve cantando trayendo sus gavillas” (Sal 126, 5-6).
En la voz
de Jeremías, el llanto acompaña al desastre de su pueblo: “¡Quién convirtiera
mi cabeza en llanto, mis ojos en manantial de lágrimas para llorar día y noche
a los muertos de la hija de mi pueblo!” (Jer 8,23; 9, 17-18). El profeta evoca el llanto que se oye en las
tierras de Belén y anuncia la liberación
que Dios ofrece a su pueblo deportado
(Jer 31, 15-17).
La ruina
de Judá y Jerusalén ha inspirado las elegías de las Lamentaciones, en las que
resuenan el llanto de la ciudad santa y las lágrimas del profeta que contempla
su caída (Lam 1,2; 2,11; 2,18; 3,48).
La segunda
parte del libro de Isaías es rica en exhortaciones consoladoras (Is 40, 1),
porque “Israel ha sufrido más de lo debido” y en promesas del consuelo de Dios
a su pueblo (Is 51,3; cf. Is 61,2; 66,11.13). Dios mismo se presenta como el
consolador de sus gentes (Is 51,12).
Pero sin
una verdadera conversión, Dios no escucha a los que cubren su altar de lágrimas
ni acepta con gusto su oblación (Mal 2,13).
2. El
llanto de Jesús
El
nacimiento del Mesías, fuente de alegría para todo el pueblo (Lc 2,10), desencadena
al mismo tiempo la aflicción. Ante la matanza de los inocentes, se retoma el ya citado canto de Jeremías: “Un
clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus
hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen” (Mt 2, 18).
Por lo que
respecta a Jesús, un día se compadece
del llanto de una viuda de Naím a la que se le ha muerto su hijo único (Lc 7, 13). Otro día reprende a quienes
lloran la muerte de la hija de Jairo, diciendo: “No lloréis, no ha muerto; está
dormida” (Lc 8, 52). Y, camino del suplicio, interpela a las mujeres que
lamentan su muerte: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras
y por vuestros hijos” (Lc 23, 28).
Pero sobre
todo, Jesús se encuentra con el dolor de una mujer pecadora que “con sus lágrimas le mojaba los pies y con
los cabellos de su cabeza se los secaba” (Lc 7, 38). Si la conciencia de su
pecado y su gran amor desatan el llanto de esta mujer, es el arrepentimiento el
que suelta las lágrimas de Pedro que, “saliendo fuera, rompió a llorar
amargamente” (Lc 22, 62).
El
evangelio de Juan anota el dolor de María, con motivo de la muerte de su
hermano Lázaro, y el llanto de Jesús ante la falta de su amigo (Jn 11,
31-35). De nuevo se hace referencia a sus lágrimas cuando se acerca a la ciudad de Jerusalén (Lc 19, 41).
En la
última cena, Jesús anuncia a sus discípulos que habrán de llorar y lamentarse,
pero su tristeza se convertirá en gozo
(Jn 16, 20-22). En esas palabras proféticas se anuncia una alegría que
surge triunfante del dolor.
Como
evocando la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní, la carta a los Hebreos
recuerda que “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas
con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, [Jesús] fue
escuchado por su actitud reverente” (Heb 5,7).
Quien ha
atravesado personalmente el valle del dolor, puede sin engaño proclamar
dichosos a los que sufren: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán
consolados”. (Mt 6,5).
El llanto
de María Magdalena junto al sepulcro vacío sólo encuentra consuelo en la
aparición del Resucitado (cf. Jn 20, 11-18).
3. Dios
enjugará toda lágrima
Las
palabras de Pablo estuvieron a veces bañadas de lágrimas a causa de la
incongruencia de algunos hermanos, como escribe a los Filipenses (Flp 3,18). Se
recuerda la aflicción y las lágrimas con las que se dirige a la comunidad de
Corinto (2 Cor 2,4; cf. 12, 21).
Enriquecido
por esta experiencia, Pablo pide a los Romanos
que se alegren con los que se alegran y lloren con los que lloran (Rom
12,15), al tiempo que los encomienda al Dios de la consolación (Rom 15,5).
La
conciencia de la pronta manifestación del Señor y de la caducidad del tiempo
presente, le permite decir: “El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen
mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los
que están alegres, como si no lo estuviesen (1 Cor 7, 29-30). De hecho, la fe
cristiana confiesa que, en Jesucristo, Dios nos ha concedido una consolación
eterna y una esperanza dichosa (2 Tes 2,16).
La carta
de Santiago exhorta a los fieles a cambiar sus actitudes: “Lamentad vuestra
miseria, entristeceos y llorad. Que vuestra risa se cambie en llanto y vuestra
alegría en tristeza” (Sant 4,9-10). Si los que lloran serán consolados, los que
han vivido de forma regalada no pueden aguardar el consuelo, sino solo temer su condena (cf. Sant 5, 1-7).
A través
de sus lágrimas (Ap 5,5), el vidente del Apocalipsis ve a los que lloran la
caída de la Gran Babilonia (cf. Ap 18, 6-13). Los justos, por el contrario,
encontrarán su morada en la ciudad que baja del cielo y Dios “enjugará toda
lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni
fatigas, porque el mundo viejo ha
pasado” (Ap 21,4).
4. Consolados para consolar
A la luz
de la palabra de Dios los afligidos se equiparan a los pobres y a los
humildes. Los que lloran son todos
aquellos que no encuentran apoyo y comprensión en la sociedad. Sólo Dios es su
consuelo.
La
aflicción que se considera bienaventurada tiene un sentido profundamente
religioso. Son los afligidos por el peso de sus pecados los que, al implorar la
misericordia y el perdón de Dios, encontrarán cercano y generoso su consuelo. A
los que reconocen su debilidad se les promete el Paráclito, es decir el Espíritu
consolador, espíritu de amor y de perdón.
Esta
escucha de la palabra de Dios y esa aceptación del Mesías Jesús ha de llevar a
la Iglesia y a cada uno de los cristianos a prestar oído al lamento de todos
los que sufren, cercanos y lejanos.
La bienaventuranza
del llanto y el consuelo nos invita a mirar la existencia humana en una
perspectiva escatológica. La alegría que se espera justifica y compensa las
preocupaciones y los riesgos que se afrontan para conseguirla. El Dios de la
esperanza es también el Dios del consuelo eterno.
José-Román Flecha Andrés
Publicados
en la revista "EVANGELIO Y VIDA".