EL
DUELO
Toda pérdida de “algo” estimado nos desequilibra por un tiempo. Pero ese
desequilibrio puede ser traumático y duradero cuando no se pierde “algo” sino
“alguien”. Ante esa pérdida, la persona se siente sola y desorientada. El duelo
por la muerte de un ser querido revela nuestra debilidad y nuestra pobreza
existencial.
Se
oye decir a veces que en el mundo de hoy no es de buen tono manifestar
públicamente los sentimientos. Sin embargo, por mucho esfuerzo que se ponga en
ignorarlos o disimularlos, los sentimientos causados por la muerte de una
persona querida no se dejan desarraigar tan fácilmente en las situaciones
ordinarias y mucho menos en esos casos concretos que incluyen algunas
circunstancias especialmente dramáticas.
2.
EL LAMENTO DE ISRAEL
En la tradición judeo-cristiana, el duelo se encuentra tan presente como
las preguntas ante la muerte y la gratitud por el don de la vida creada por
Dios. En las sagas de los patriarcas se dice que
gracias a su casamiento con Rebeca, Isaac se consoló por la pérdida de su madre
(Gén 24, 67). El duelo de Jacob por la
pérdida de su hijo José queda descrito con gestos y palabras que todavía
perviven en muchos espacios culturales de hoy: “Jacob desgarró su vestido, se
echó un saco a la cintura e hizo duelo por su hijo durante muchos días. Todos
sus hijos e hijas acudieron a consolarle, pero él rehusaba consolarse y decía:
‘Voy a bajar en duelo al sheol donde
mi hijo’. Y su padre le lloraba” (Gén
37, 34-36). A su muerte, tanto los hebreos como los egipcios hacen también
duelo por él (Gén 50, 1-14). Por Moisés los hijos de Israel lloraron durante
treinta días en las estepas de Moab (Dt 34 8).
Las palabras pronunciadas por Noemí a su
regreso a Belén indican que todavía está atravesando el período de duelo por el
marido y los dos hijos que se le han muerto en los campos de Moab. No quiere
ser llamada Noemí, que significa “Graciosa mia”, sino Mará, que podría
traducirse como “la amarga” (Rut 1, 20).
David
se duele de la muerte de Saúl y Jonatán (2 Sam 1, 11-12. 17-27). El mismo rey David parece abreviar su duelo por el hijo que le ha engendrado
Betsabé, a la que se apresura a consolar en su dolor (Sam 2, 20-26). Lamenta la
muerte de su otro hijo Absalón (2 Sam 19, 1-5), aunque tiene que ocultar sus
sentimientos para participar de la alegría de su pueblo por la victoria
obtenida.
Elías no ignora el lamento de la viuda de Sarepta y pide a Dios que dé
la vida al hijo que ha perdido (1 Re 17, 17-24). También el profeta Eliseo resucita
al hijo de la sunamita que le había dado alojamiento (2 Re 4, 8-37).
2.
EL CONSUELO DEL SEÑOR
El
duelo aparece también con frecuencia en las páginas evangélicas. Jesús proclama bienaventurados a los que
lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5,5).
Cafarnaúm,
Naím, Betania y Emaús. Cuatro lugares para cuatro duelos. Jesús se acercó con frecuencia al dolor de las
personas que lloraban la muerte de sus seres queridos.
El
texto recuerda el ruego de Jairo: “Mi hijita está en las últimas; ven a poner
las manos sobre ella para que sane y viva” (Mc 5,23). Jesús y sus discípulos
predilectos acompañan al padre y la madre de la niña y se encuentran toda una
escena de duelo oriental. Ante las burlas de las que lloran a estipendio, Jesús
toma de la mano a la niña y le dice en arameo: “Talitá kum”, es decir,
“Muchacha, levántate” (Mc 5,41). Ante el
poder misericordioso de Jesús, brota la vida y renace la esperanza. Y se
muestra el asombro que embarga a padres y vecinos (Lc 8,56).
También a la
viuda de Naím Jesús le devuelve vivo al único que podría consolarla (Lc 7,
11-17). La gente acompaña a la madre. Pero solo Jesús
puede prestarle un apoyo definitivo. Su palabra es eficaz sobre todas las
palabras que brotan de la humana sabiduría. Su palabra nace de la fuerza y de
la misericordia de Dios. El evangelio recuerda las palabras de Jesús: “Joven, a
ti te digo: Levántate.” En un mundo enamorado de la muerte, los discípulos de
Jesús tendrán que ir viviendo en una compasión activa y suscitar el
eco de la palabra que invita a caminar en el seno de la comunidad.
Betania era un hogar amigo para Jesús. Lázaro es el enfermo, el resumen
de una humanidad débil, el símbolo de esta vida quebradiza que es la nuestra
(Jn 11). Murió mientras Jesús estaba lejos.
“Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días
en el sepulcro” (Jn 11,17). Las hermanas del amigo presiden el largo velatorio
funeral. El Maestro que se acerca no puede reprimir un sollozo estremecido. A
su llegada, Jesús se manifiesta como la resurrección y la vida, ora al Padre
celestial y llama al amigo del sepulcro: “¡Lázaro, sal fuera!” (Jn 11,45). La
vida vence a la muerte, la amistad a la nostalgia y la fe gana al asombro de
los que miran y comentan.
Una
vez resucitado, Jesús busca a las
mujeres y a los discípulos. Los que se
retiran a Emaús (Lc 24, 13-35) habían abrigado la esperanza de que Jesús
liberara a Israel de sus enemigos: los de dentro y los de fuera. Pero ya nunca
podrá ser así. La muerte del maestro los ha dejado desconcertados. Su pasado
parece borrarse de su memoria y el futuro no les ofrece ninguna luz. Evidentemente, están pasando por el duelo más
difícil. Pero el Mesías no abandona a los que sufren
y buscan. Jesús acompaña a estos dos discípulos por el camino, les explica las
Escrituras, comparte con ellos la mesa y les reparte el pan. Los gestos de
Jesús marcan un itinerario de acompañamiento para los que se han visto
desconcertados por una muerte que cambia sus vidas.
Las apariciones del resucitado son, entre otras
cosas, un modelo de seguimiento y acompañamiento de las personas que pasan por
el trance del duelo. Jesús no se limita a escuchar el lamento de sus discípulos
o a observar su desconcierto. Les llama a la fe mesiánica y les ofrece el
anuncio y la certeza de la resurrección.
3.
UNA FE QUE DA LA VIDA
Pasa el tiempo. En Joppe ha
muerto una discípula llamada Tabitá. Al
acercarse a la casa de la difunta, Pedro se encuentra con una típica escena de
duelo. Las viudas lloran y muestran las túnicas y los mantos que la muerta
cosía para ellas. Pedro ora y la llama:
‘Tabitá, levántate’. La muerta se levanta y es devuelta a la comunidad (Hech 9,
39-42).
Hay una línea continua entre el profeta Elías y el apóstol Pedro, que
pasa por los gestos y palabras de Jesús. La Iglesia representada por los
Apóstoles continúa la misión de Jesús. Y no se desentiende de las familias que
han perdido un ser querido. Las buenas vecinas que recuerdan los trabajos de
Tabitá reflejan una comunidad rica en afectos que trascienden las fronteras de
la muerte.
Esa es la vida de la Iglesia. Y su mejor consuelo. Entre los bienes del mundo que se espera se
promete a los justos que “Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7,17;
21,4). El mismo Dios promete su consuelo a los que han pasado con fe el duelo
de la vida.
En el mundo de la nueva paganía, los cristianos hemos de tener muy claro
el contenido de nuestra fe en Jesucristo y anunciarla con generosidad y alegría.
José-Román Flecha Andrés
Universidad
Pontificia de Salamanca
Publicados
en la revista "EVANGELIO Y VIDA".