miércoles, 30 de abril de 2014

CADA DÍA SU AFÁN - 3 de mayo de 2014

EL ESPÍRITU DE JUAN XXIII

En los apuntes espirituales de Angelo Giuseppe Roncalli hay páginas como ésta, relativa a la virtud de la humildad: “Ámala, pues es hermosa ante Dios y ante los hombres. (…) Si haces algo bien, atribuye el honor a Dios: tu no sabes más que estropear su obra. Procura no hablar de ti, ni de tus cosas; y si otro lo hace, lleva hábilmente la conversación a otro tema. Si se olvidan de ti, si no tienen en cuenta lo que puedes haber hecho, si lo interpretan al revés, no te preocupes; deja decir y hacer, más aún, pide a Dios que te haga alegrarte de ello...”
Era un joven seminarista de Bérgamo que contaba con 17 años, cuando escribía estos pensamientos durante los ejercicios espirituales del año 1898. Pero si uno recuerda al Papa Juan XXIII, entenderá que aquel espíritu lo había de acompañar toda su vida.
Sacerdote, obispo, misiones diplomáticas en Turquía, en Bulgaria y en Francia, patriarca de Venecia. Y pastor de la Iglesia universal, en el otoño del año 1958. El 20 de enero de 1959, conversando con el Secretario de Estado sacó a relucir la palabra “Concilio”. El día 25, en una sala adyacente a la Basílica de San Pablo daría la noticia. Él mismo escribirá en su último retiro: “El primer sorprendido de esta propuesta mía fui yo mismo, sin que nadie me hiciera indicación al respecto”.
Pasan más de tres años y medio. Todo es curiosidad y esperanza en la Iglesia y en el mundo. Pero el Papa se recoge en silencio en la Torre de San Juan en el Vaticano.
Y allí escribe el lunes 10 de septiembre de 1962: “Aquí todo es preparación del alma del Papa para el Concilio: todo incluso la preparación del discurso de apertura que espera todo el mundo congregado en Roma”. El mundo espera, pero Juan XXIII medita en silencio sobre las virtudes teologales y cardinales.
El 11 de octubre de 1962 se abre solemnemente el Concilio. En su discurso, el Papa Roncalli descalifica a los que él llama “profetas de calamidades”. Y afirma que los hombres “cada día están más convencidos del máximo valor de la dignidad de la persona humana y de su perfeccionamiento y del compromiso que esto significa”.
Ése era el espíritu con el que él esperaba aquel nuevo Pentecostés, como había dicho una y otra vez. En la tarde sorprendió a los miles de jóvenes que acudieron a la Plaza de San Pedro, invitándoles a mirar a la luna, a confiar en el Señor, a amar a la Iglesia y dar una caricia a los niños de parte del Papa. 
Pero sólo podría asistir a la primera sesión del Concilio. El domingo 3 de junio de 1963 se celebraba la fiesta de Pentecostés. Todos nos sentimos huérfanos al saber que acababa de fallecer el Papa Juan XXIII. Nos dejaba una encíclica dedicada a la justicia y otra que era una declaración de paz y una defensa de los derechos humanos.
Fue un inmenso caudal de bondad y de ternura, de sencillez y de entrega. Y, sobre todo, de aquella humildad que alentaba sus reflexiones de seminarista. ¡Era un santo! La Iglesia nos lo propone como modelo y como intercesor. ¡Es un santo!                                                                 José-Román Flecha Andrés