EL CRUCIFIJO Y EL CRUCIFICADO
Durante la Semana Santa muchos signos cristianos recorren las
calles de nuestras ciudades. Miles y miles de hermanos y cofrades “procesionan”
día y noche, portando con devoción las imágenes más bellas de la Pasión del
Señor.
Para algunos cofrades portar la imagen del Crucificado es un modo,
tan privilegiado como respetable, de continuar una tradición familiar. Para
otros, es una forma singular de apoyar y promover la cultura histórica de esta
tierra. Para muchos de ellos, este gesto refleja lo más genuino de esa
religiosidad popular que anticipa, prepara o prolonga las celebraciones
litúrgicas de la pasión y muerte de Jesús. Y para otros muchos, es un
testimonio sincero de su fe cristiana. Una fe que suplica. Una fe que agradece
un favor recibido. Una fe que se testimonia con pasos ritmados y solemnes,
marcados a veces por unos pies descalzos.
En mayor o menor medida, esos cuatro significados, y algunos más
todavía, podrían también descubrirse en la mirada a otras imágenes que se
encuentran en nuestras calles, en nuestras casas y en nuestras instituciones.
¿Quién tiene autoridad para determinar que la fe es sólo un sentimiento sin
resonancias sociales? ¿Y quién la tiene para proscribir de la esfera social
este único sentimiento, cuando nuestra sociedad acepta y promueve la
manifestación pública de todos los demás sentimientos?
Pero la pregunta verdaderamente inevitable es si alguien puede
tener una autoridad legítima para prohibir la presencia de los signos
religiosos en una sociedad democrática y plural que se basa precisamente en el
uso de la libertad, también de la libertad religiosa.
En su carta encíclica “La caridad en la verdad”, firmada el 29 de
junio de 2009, Benedicto XVI escribió que “además del fanatismo religioso que
impide el ejercicio del derecho a la libertad de religión en algunos ambientes,
también la promoción programada de la indiferencia religiosa o del ateísmo
práctico por parte de muchos países contrasta con las necesidades del
desarrollo de los pueblos, sustrayéndoles bienes espirituales y humanos”.
Privar a la persona de la referencia a la trascendencia no sólo
revela un abuso de poder, sino que significa mutilar al ser humano, privándole
de una faceta esencial de su existencia.
Ignorar la relación entre sentimiento religioso y compromiso
social es una ofensa para los creyentes pero implica un lamentable
empobrecimiento para toda la sociedad.
El mismo Papa presentaba la expresión religiosa como un derecho
humano. Y añadía: “La vida pública se empobrece de motivaciones y la política
adquiere un aspecto opresor y agresivo”.
Ante las
manifestaciones de la Semana Santa en el corazón de muchas de nuestras ciudades
volvemos nuestros ojos a la imagen dolorida de Jesús, el Crucificado,
manifestamos nuestra fe y pedimos perdón, cómo Él hizo, por los que Le condenan, porque no saben lo que hacen.
José-Román
Flecha Andrés