DE VISITA AL CEMENTERIO
Durante el mes de noviembre es habitual
acudir al cementerio y visitar la tumba en la que descansan nuestros seres
queridos. No olvidemos que en el griego original, la palabra cementerio
significa “dormitorio”. En ellos depositamos a los que se “durmieron en el
Señor”.
No podemos ignorar la importancia de esa
obra de misericordia que nos lleva a dar una digna sepultura al cadáver. En
nuestro tiempo, el funeral supone una seria interpelación con motivo de la
amplia difusión de la violencia, del terrorismo y de la eutanasia. Hablar de la
muerte parece un tabú. Pero en realidad estamos viviendo en una cultura de la
muerte como decía san Juan Pablo II.
Si bien se piensa, esta obra de
misericordia nos lleva a redescubrir y proclamar el sentido humano y religioso
del sepelio. Por él se reconoce la dignidad de la persona, en cuanto tal. Y nos
lleva también a recordar su vocación a participar en la vida eterna junto a
Dios. Así que enterrar a los muertos es a la vez un acto de gratitud y una
profesión de fe.
Además, para los creyentes enterrar dignamente
a los muertos puede y debe ser un gesto profético. Sabemos que el profeta
anuncia, denuncia y renuncia. Pues bien, por medio de este gesto anunciamos el
triunfo de la vida sobre la muerte. Denunciamos la manipulación de la vida y de
la muerte. Y renunciamos a utilizar el lujo y el fasto de los funerales con una
finalidad que en nada refleja la grandeza de la vida humana.
Por otra parte, esta obra de misericordia
ha de ayudarnos a adquirir una conciencia más lúcida de la unicidad y dignidad
de cada persona, con independencia de sus condiciones y atributos. Y puede
impulsarnos a evitar las tentaciones de politizar la muerte y los funerales. O
la tendencia habitual a convertirlos en un espectáculo más en una sociedad
marcada por el signo del consumo y de la frivolidad.
Finalmente, es preciso tener en cuenta
que los funerales cristianos han de ser un momento importante para dar
testimonio de la fe en la resurrección
y una ocasión privilegiada para anunciar, celebrar y servir el “evangelio de la
vida”. Es decir, los funerales han de ser vistos y programados como un signo de
la esperanza cristiana. Una esperanza
que va más allá de las metas inmediatas del interés o de la apariencia.
En esa celebración, los familiares y
amigos de la persona que ha muerto tienen una ocasión única para vivir y
anunciar el Evangelio. De hecho, pueden
dar testimonio de su fe en la resurrección, de su esperanza en el Señor
resucitado y de su amor a la persona a la que despiden.
Por supuesto, ese testimonio no puede
quedar reducido al día de los funerales. La sepultura de nuestros difuntos ha
de ser un recuerdo de ese testimonio de fe. Y la visita al cementerio donde
ellos reposan puede ser una ocasión para renovar el compromiso de nuestra
esperanza.
José-Román Flecha Andrés