LA ESCUCHA DE LA PALABRA
“Tú, Belén
Efratá, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me nacerá el que debe
gobernar a Israel”. Así comienza el texto del profeta Miqueas que se lee en la
primera lectura de la misa de este cuarto domingo de Adviento (Miq 5,1).
Es importante
esa alusión a la humildad del lugar de donde ha de surgir el Salvador. Esta
profecía será mencionada por los sabios a los que el rey Herodes consulta sobre
el nacimiento de un rey misterioso, al que buscan unos magos llegados del
Oriente.
En un texto y en
el otro, Belén evoca el recuerdo del rey David. Y por tanto, resuena como el
símbolo de la esperanza de Israel. Pero
Belén es sobre todo la promesa de la justicia, de la paz y de la vida.
Con razón el
salmo responsorial convierte aquel recuerdo en una invocación al Pastor de
Israel, que se hace especialmente apremiante en el Adviento: “Ven a salvarnos…
Ven a visitar tu vid, la cepa que plantó tu mano, el retoño que tú hiciste
vigoroso” (Sal 79).
En la carta a
los Hebreos se incluyen unas palabras que subrayan la humildad y la obediencia
de Cristo: “Aquí estoy, yo vengo para hacer tu voluntad”.
LA BENDITA ENTRE
LAS MUJERES
El evangelio de
este domingo nos presenta a María que se pone en camino hacia las colinas de
Judea, para visitar a su pariente Isabel
(Lc 1,39-45). Su encuentro es un pequeño “evangelio”. Las dos mujeres
llevan la vida de un bebé en sus entrañas. Una vida que es un don exclusivo de
Dios, dadas las condiciones de sus madres.
Por otra parte,
el texto nos indica que tanto María como Isabel han sabido escuchar y acoger la
palabra de Dios. En ellas la palabra de Dios ha hecho posible lo que parecía
imposible. Precisamente por esa disponibilidad con la que se han abierto a los
planes de Dios han sido elegidas como mediadoras de la salvación.
Tanto María como
Isabel están llenas del Espíritu de Dios. Así
le había dicho el ángel a María: “El Espíritu de Dios te cubrirá con su
sombra”. Ahora es Isabel la que se nos muestra como llena del Espíritu Santo.
Por eso puede proclamar a María como la bendita entre las mujeres y como madre
del fruto más bendito de la tierra.
LA VIDA Y LA
ESPERANZA
El texto
evangélico pone en labios de Isabel la primera bienaventuranza del Nuevo Testamento:
“Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. La
fe de María inaugura la nueva era de la salvación.
• “Dichosa tú
que has creído”. La creencia de María no refleja una ingenua credulidad. Ante
el anuncio del Ángel, ella mostraba sus dudas. No era fácil comprender aquel
anuncio. Ni aceptar una responsabilidad tan insospechada. Y, sin embargo creyó.
• “Dichosa tú
que has creído”. La creencia de María no obedecía a un vano deseo de sobresalir
entre las gentes de su pueblo. El ángel parecía adivinar sus temores. Sospechaba
ella lo que aquella maternidad podía costarle. Y, sin embargo creyó.
• “Dichosa tú
que has creído”. La creencia de María no se basaba en su propio saber y
entender. Se atrevió a manifestar su turbación y las preguntas que bullían en
su interior. No era fácil aceptar la misión que se le anunciaba. Y, sin embargo
creyó.
La fe de María
era una difícil pero sencilla confianza en el Dios que habla y propone
horizontes inesperados. La fe de María se apoyaba solamente en la palabra de
Dios. Pero ahora su pariente Isabel le profetizaba que lo dicho por Dios se
cumpliría.
- Padre de los
cielos, en medio de un mundo marcado por la duda y el relativismo, nosotros
queremos escuchar tu palabra. Sabemos que ella genera la vida y desencadena la
esperanza. Creemos que tu palabra transforma nuestra vida. Y esperamos que haga posible la vida, la salvación y la paz
que Jesús nos ha prometido. Amén.