SOBRE
LA EVALUACION FINAL
El recuerdo de los santos y la
meditación sobre la muerte ocupan nuestra atención en este mes de noviembre. Pero
el final del año litúrgico y la fiesta de Jesucristo Rey del Universo nos
llevan a reflexionar también sobre la retribución que puede corresponder a
nuestras obras y a nuestras omisiones.
Que el bien no quede sin recompensa y el mal
sin corrección es un imperativo de la justicia, que debe reconocer el trabajo
realizado o los servicios prestados. De todas formas, ya de tejas abajo, tanto
el premio como la retribución no dejan de ser problemáticos.
• El premio no es debido en justicia, es
otorgado graciosamente. De ahí el peligro de arbitrariedad a la hora de
calibrar los merecimientos de las personas que han de ser premiadas. El premio,
además, vincula a veces la acción a un interés inmediato y no siempre honesto.
La pregunta surge al considerar la acción en sí misma. Premiar el mal es una
iniquidad. Pero premiar el bien es convertirlo en "extraordinario".
• La retribución indica relación a un trabajo realizado por
contrato. Es un salario debido, no gratuito. La persona ha de recibir una paga
justa y convenida previamente por el trabajo que se le confía. Pero no siempre
lo convenido es, por eso mismo, justo. Por otra parte, la retribución solo corresponde
al aspecto objetivo del trabajo, no al esfuerzo personal, que no siempre se puede
evaluar.
• El premio y la retribución nos
cuestionan cuando se sitúan en el terreno religioso. Suponiendo que Dios ha de
"premiar" la bondad humana, ¿no queda nuestro comportamiento expuesto
al riesgo del interés? Y si Dios retribuye la bondad humana, ¿no está en realidad
coronando sus propios dones, como ya decía san Agustín?
La cuestión es todavía más inquietante
cuando se observa que los buenos y los inocentes no reciben un adecuado
"premio" por su comportamiento. Con
frecuencia los malvados prosperan en sus negocios y los honrados padecen una
serie de desgracias. Está en juego en esos casos la misma justicia de
Dios, como repite el bueno de Job.
En su encíclica Spe salvi, Benedicto XVI nos presentaba la meditación del Juicio
Final como una de las escuelas para progresar en la esperanza. No nos extraña
el puesto que esa imagen ocupaba en nuestras catedrales.
Y en su exhortación Gaudete et exsultate sobre la llamada a la santidad, el papa
Francisco nos exhorta también a leer y meditar los textos evangélicos sobre las
bienaventuranzas y sobre el Juicio Final. En ellos está la respuesta a nuestras
preguntas sobre el valor de nuestras acciones y sobre el premio que por ellas
esperamos alcanzar.
A fin de cuentas, es nuestra atención a
los pobres y marginados lo que habrá de constituir el criterio último para la
evaluación de nuestra vida. A la tarde seremos examinados sobre el amor.
José-Román
Flecha Andrés