PABLO VI Y EL TRABAJO
Han pasado cincuenta años. El día primero de mayo de 1968, fiesta de San
José Obrero, Pablo VI dedicaba su catequesis de los miércoles a reflexionar sobre el trabajo. Comenzaba afirmando que el pensamiento
cristiano considera al trabajo como expresión de las facultades humanas, que
imprimen a la obra material el signo de la persona humana.
El trabajo refleja las facultades físicas, morales y espirituales de la
persona. Señala la estatura de su desarrollo. Y obedece al proyecto original del Dios creador, que quiso que el hombre fuera explorador,
conquistador, dominador de la tierra, de sus tesoros, de su energía y de sus secretos.
Por tanto, en sí mismo el trabajo no es un castigo, un fracaso, un yugo de
esclavos. Es la expresión de la natural necesidad del hombre de ejercitar sus
fuerzas y de medirlas con las dificultades de las cosas, para ponerlas a su
servicio. Por tanto, el trabajo es noble y es sagrado, como todas las
actividades humanas honestas.
Pero hay dos interrogantes que no se deben ignorar. En primer lugar, ¿qué decir del
trabajo, cuando es pesado, oprimente, incapaz de dar el pan y la suficiencia
económica para la vida? ¿Cuando sirve para aumentar la riqueza ajena por medio
del esfuerzo y de la miseria propia? ¿Cuando es el indicador de las
desigualdades económicas y sociales?
Es preciso reivindicar para el trabajo
las mejores condiciones; asegurar una
justicia que cambie su aspecto dolorido y humillado y le devuelva un rostro
verdaderamente humano, fuerte, libre y feliz por la conquista de los bienes económicos
y de los bienes de la cultura, de la legítima alegría de vivir y de la
esperanza cristiana.
La otra cuestión es la relativa a la nueva forma que ha asumido el trabajo
moderno, la forma industrial: la de las máquinas, la de la producción masiva,
la que ha transformado nuestra sociedad, marcando la distinción y la oposición
de las clases sociales.
La Iglesia admira y anima esta expresión
del trabajo moderno. Porque puede multiplicar los bienes económicos, de modo que todos puedan disfrutarlos, y porque el trabajo se
ha hecho menos pesado sobre las espaldas
del hombre.
Además, porque el trabajo moderno produce nuevas relaciones sociales,
una nueva solidaridad, una nueva amistad
entre quienes lo cultivan, especialmente entre los trabajadores. Y esto es un
bien, si la solidaridad del amor los une y confiere a la sociedad un tejido de
relaciones humanas, más compactas y más conscientes.
Para concluir, afirmaba Pablo VI que la religión tiene una palabra sobre la
fatiga y la pena del trabajo (cf. Gén. 3,19). Pero recuerda también su valor
redentor (cf. Mt. 5,6). Además, nos ofrece el ejemplo de san José, maestro de
obra de Cristo, de cuyas manos divinas surgió la obra de la creación y de la
redención.
José-Román Flecha Andrés