DE LA FE A LA
ECOLOGÍA
Es
evidente que a todos los seres humanos corresponde la responsabilidad de cuidar
esta tierra. Ahora bien, los cristianos estamos convencidos de que no podemos
eximirnos de ese honroso deber. Creer en Dios nos exige colaborar con el
proyecto de Dios sobre el mundo.
De
sobra sabemos que nuestro aprecio por la fe, la esperanza y el amor ha de
impregnar la reflexión ecológica y la práctica de un mayor respeto hacia el
mundo creado por Dios, percibido por el creyente en términos de gratuidad y de
ofrenda.
A
esa renovación de actitudes nos sentimos llamados e impulsados en virtud de
nuestra fe en la Trinidad de Dios. Creer en Dios significa preguntarnos cómo
actúa esa creencia, también en cuanto al uso de las cosas creadas, como
explícitamente afirma el Catecismo de la
Iglesia Católica (n. 226).
• Creer en un Dios Creador, significa
proclamar la bondad del mismo creador y la grandeza de su criatura. Y, al mismo
tiempo, significa aceptar el honor y el deber de la colaboración en la tarea de
una creación que continúa. La cuestión ecológica vuelve a replantear el sentido
de la creación y del mundo creado.
Pero
vuelve a plantear con igual fuerza la pregunta por la dignidad, la majestad y
la finalidad del ser humano con relación a las obras de sus manos y al mundo en
el que y del que vive. Según escribió
Juan Pablo II, "los que creen en Dios Creador y, por tanto, están convencidos
de que en el mundo existe un orden bien definido y orientado a un fin, deben
sentirse llamados a interesarse por este problema".
•
Creer en un Dios Redentor significa confesar que en Jesucristo la naturaleza y
la historia han sido exaltadas a su dignidad más alta. Eso significa proclamar
desde la fe que en Cristo comienza una nueva creación (GS 39).
Una
reflexión cristiana sobre la tarea ecológica no puede olvidar el misterio de la
encarnación del Verbo en la naturaleza humana. Pero tampoco puede ignorar el
misterio de la resurrección de Cristo, primicia y anticipo de la renovación de
todo lo creado. A la luz de la Pascua, habrá que repensar la dialéctica entre
"la resistencia y la sumisión" del ser humano.
También
la relación del hombre con su mundo es un misterio de obediencia y de
imposición. Ahí se plantea la necesidad de ver a la "persona" en
términos de relación y responsabilidad dialogal.
•
Y creer en un Dios, al que confesamos como Espíritu de Amor, supone descubrir
cada día el valor de epifanía y de promesa que encierra el mundo creado, como
anticipo de la paz y de la gloria que esperamos.
Creer
significa aceptar el misterio de la cruz. Y confesar que hemos sido redimidos
por la muerte de Jesús en la cruz implica, entre otras cosas, comprender al ser
humano no tanto desde el progreso ilimitado cuanto desde la perspectiva de la
renuncia y la abnegación.
José-Román
Flecha Andrés