EL PROGRESO DE
LOS PUEBLOS
Hacía
tan solo año y medio que se había clausurado
el Concilio Vaticano II. Era fácil recordar cómo aquella asamblea había hecho
suyos los gozos y las esperanzas de toda la humanidad. El día 26 de marzo de
1967 Pablo VI firmaba su importante encíclica Populorum progressio, es
decir “El progreso de los pueblos”.
Opinaba
él que la pobreza de muchos países venía causada por los errores de la
descolonización, los abusos creados por la industrialización, las diferencias
en el goce de los bienes y el ejercicio del poder, y por el conflicto de las
generaciones.
Aun siendo experta en humanidad, la
Iglesia afirmaba que no pretendía usurpar un poder político. Deseaba tan sólo
ayudar a los pueblos a conseguir su pleno desarrollo. Para ello, podía al menos
ofrecer el testimonio de su estima al hombre y a la humanidad.
Según Pablo VI, el desarrollo nunca debería
reducirse al crecimiento económico. Retomando unas conocidas expresiones
conciliares, afirma que “la búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un
obstáculo para el crecimiento
del ser”.
Para ser auténtico, el desarrollo ha de
ser integral. Debe promover a todo el hombre y a todos los hombres, evitando el
dualismo antrológico que privilegia lo material y olvida lo espirituaL y
superando el dualismo social que genera discriminación. Por eso, la solidaridad
universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber.
El Papa legitima la expropiación de las
fincas mal explotadas, condena las especulaciones egoístas y la transferencia de capitales
al extranjero. Afirma que el crecimiento demográfico no justifica los atentados
contra la vida, el matrimonio y la familia y aboga por el fortalecimiento de
las instituciones sociales intermedias (PP 40 ).
Es
evidente que propone el ideal del
verdadero humanismo: un desarrollo que no excluya a Dios, puesto que “un
humanismo exclusivo es un humanismo inhumano” (PP 42). Y evoca, en fin, los
ideales de la solidaridad y la caridad.
Según
el beato Pablo VI, el mal de este
mundo está en la falta de caridad entre los hombres y entre los pueblos (PP
66). Es urgente recortar los gastos de armamento para crear un fondo común,
fomentar el justo comercio entre los pueblos y superar el nacionalismo y el racismo.
Fue
muy bien acogida su propuesta de un
voluntariado universal. De hecho, muchos profesionales decidieron cooperar con el
desarrollo en los países más empobrecidos. En ello estaba la tarea de la
construcción de la paz. Con razón afirmaba el Papa que “el desarrollo es el
nuevo nombre de la paz” (PP. 76).
Al
cumplirse cincuenta años de su publicación,
hay que preguntarse si alguien recuerda aquella llamada tan sincera como
apasionada. Tanto las personas como las instituciones hemos de reflexionar cómo
hemos contribuido para promover el auténtico desarrollo humano.
José-Román Flecha
Andrés