EL DESIERTO Y LA ESPERANZA
Volver
a esperar y volver a sonreír. Muchas personas dirán que, “con lo que está
cayendo”, no es fácil intentarlo. Muchos pensarán que se trata de un espejismo
en medio del desierto. Sin embargo, esa es la doble invitación que el papa
Francisco nos ha dirigido a todos en una de sus catequesis del tiempo de
Adviento.
Como se habitual en las audiencias papales,
la llamada a la esperanza venía sugerida por la lectura de un texto
bíblico. En esta ocasión se trataba de
la segunda parte del libro de Isaías. Por medio de aquel poema de consuelo se
anunciaba al pueblo de Israel el fin de su penosa cautividad en Babilonia. Era
el momento de volver a atravesar el desierto para retornar a la patria siempre
añorada.
Esa era la imagen de partida: el desierto. Es
esa una tremenda metáfora de nuestra situación. En reflejo de nuestro abandono
y de nuestro desconcierto ante las amenazas que cada día se vuelcan sobre
nosotros y sobre toda la humanidad. Atravesar el desierto sin abandonar la
esperanza. ¡Que desafío! Pero es
posible, aunque parezca mentira.
Sin embargo, recobrar la esperanza no
significa agarrarse confiadamente al optimismo. Aunque se parezcan en su
orientación al futuro, esas dos actitudes se diferencian en lo fundamental. El
optimismo se basa en nuestras fuerzas físicas, económicas, morales o políticas.
Pero esa raíz es engañosa. Atendiendo a las
vicisitudes de la sociedad y recordando las lecciones de la historia, todos
hemos ido aprendiendo a desconfiar de esos presuntos apoyos, que se manifiestan
tan frágiles como engañosos. “La esperanza es la virtud de los pequeños. Los
grandes y los satisfechos no conocen la esperanza; no saben lo que es”.
Ese es el mensaje de las Sagradas Escrituras.
A lo largo de la historia de la salvación, no han sido las armas ni el poder lo
que ha orientado la esperanza de los hombres y mujeres. El hartazgo y la
altanería no sacan a las gentes a recorrer el desierto con esperanza.
El creyente sabe que recobrar la esperanza
sólo es posible si se recobra el don de la fe. Esa fe que nos dice que no
estamos solos en la travesía del desierto. Esa fe nos asegura que Dios camina
junto a nosotros, que nos da una mano y –lo que es más importante aún- que se
hace uno de los nuestros para asumir nuestra peripecia.
¡Dios con nosotros! Esa era la promesa de los
profetas. Durante siglos parecía referirse a la protección de Dios, que se hacía
realidad en la vida concreta de las gentes y del pueblo. Pero esa promesa
terminó por concretarse en una persona. Era un nombre para el enviado por Dios.
Era la clave de la salvación. Y el nombre del Salvador. Él era el esperado. Y
él es hoy el que espera ser acogido por nosotros.
José-Román Flecha Andrés