LA MUERTE, EL CUERPO Y LA VIDA
Durante el mes de noviembre solemos dedicar
una mayor atención a nuestros seres queridos que ya han dejado esta “triste
vida corporal”, como la califica la letra del famoso Misterio de Elche.
Es
interesante esa referencia a lo corporal. Solemos pensar nuestra vida como una
peripecia psicosomática. Nuestro espíritu se manifiesta en nuestro cuerpo y a
través de él. Y nuestro cuerpo trasciende la mera carnalidad material. Somos un
encuentro fecundo y provocador entre el viento y el barro. No es ociosa esa
imagen bíblica de la creación.
Pues
bien, a lo largo de nuestro recorrido por este lugar y este tiempo que nos
concentran y nos sitúan, nos vemos como señores libres. Nos creemos dueños de
nosotros mismos, de nuestro recuerdos y proyectos, de nuestro pasado y de
nuestro futuro. Controlamos el terreno que pisamos y las tierras que todavía
deseamos conocer.
“Tal
era yo entre los guerreros, si todo no ha sido un sueño” Es impresionante esa
observación de Néstor que se recoge en el canto XI de la Ilíada. ¿Será todo un
espejismo? ¿Es la vida “una ilusión, una sombra, una ficción”? ¿Tendrá razón
Segismundo cuando piensa en su prisión que “toda la vida es sueño”?
De
hecho, la muerte viene a “desengañarnos”.
El sueño de la muerte ¿no será un despertar? Ya decía Tagore que “la
muerte como el nacimiento, es propia de la vida. Andar es tanto levantar el pie
como bajarlo al suelo”. Lo cierto es que
el espíritu nos desvela la fragilidad del cuerpo. Y el cuerpo nos revela
finalmente el sentido de los vuelos del espíritu.
¡El
cuerpo! Tan ensalzado y mimado muchas veces. Tan despreciado y mal utilizado en
tantas ocasiones. Tan débil en su grandeza y tan grande en su debilidad. Al final –justamente al final- descubrimos
que el cuerpo nos abre a la verdad, nos enfrenta al problema diario del vivir y
nos abre una rendija para atisbar la luminosidad cegadora del misterio.
El
cuerpo es un cuasi-sacramento de la finitud y de la infinitud del hombre, de su
hartazgo y de su hambre, de su fatiga y su descanso. Nuestro cuerpo nos
recuerda que no somos solo un amasijo de células. Pero al mismo tiempo nos
advierte que no somos dioses. No somos dioses todavía. Porque Dios nos ofrece
un “admirable comercio”.
El
Señor se hace siervo, para que los seres humanos podamos al fin llegar a
participar de su señorío. Él se abaja para que nosotros podamos ascender. Dios
se hace hombre para que los hombres podamos vivir la vida de Dios.
Evidentemente,
nos engañó la serpiente. Podemos llegar a ser como Dios. Pero no por medio de
la magia del fruto de un árbol, sino por la entrega del Hijo de Dios, el fruto
de otro “árbol único en nobleza”.
José-Román Flecha Andrés