SUFRIR
LOS DEFECTOS DEL PRÓJIMO
Sufrir con paciencia no equivale a soportar
como piedras los defectos, las manías o los ataques de los demás. La
tolerancia es un valor muy aplaudido por
el mundo de hoy. Es un derecho personal y un deber social.
Ni siquiera en el ambiente familiar es
fácil la tolerancia. En muchas ocasiones es difícil aceptar con paz y
comprensión los errores del cónyuge o las impertinencias de los hijos. En este
campo las personas necesitan con frecuencia la ayuda de una competente
orientación familiar.
No basta con aceptar el “modo de ser” de
la persona. Hay que aceptar su mismo “ser”.
Es decir, la aceptación del otro se remonta en la familia hasta los
mismos orígenes de la vida. El aborto es el rechazo a una persona que ya ha
llegado a la familia.
La misericordia es un atributo de Dios.
Él es un “Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y
leal” (Sal 86,15). Esa confesión es un signo de la confianza que en él deposita
el creyente: “El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo” (Sal
116,5).
Pero la paciencia y la impaciencia
marcan el ritmo de las relaciones interpersonales. En la literatura sapiencial se encuentra una
observación nacida de la experiencia diaria: “El de genio pronto, hace
necedades, mientras que el hombre reflexivo aguanta” (Prov 14,17).
Jesús
muestra su compasión hacia los cojos, los ciegos, los tartamudos y los
leprosos. Es más, como para revelar la misericordia universal de Dios, Jesús
acepta la petición insistente de ayuda que le dirige una mujer extranjera.
El Resucitado se hace caminante con los
discípulos que se dirigen a Emaús y prepara un desayuno junto al lago de
Galilea para los que regresan a la costa sin haber pescado nada.
San Pablo ruega a los fieles de Tesalónica que
tengan paciencia unos con otros: “Os exhortamos, hermanos, a que amonestéis a
los que viven desconcertados, animéis a los pusilánimes, sostengáis a los
débiles y seáis pacientes con todos” (1 Tes 5,14). Cuatro buenos consejos para
una sana convivencia
Esta obra de misericordia exige valorar
todo lo bueno y noble que encontramos en los demás. En un mundo demasiado
crispado, es preciso tratar de descubrir no sólo los defectos, sino también los
valores positivos que poseen todos nuestros prójimos.
Habrá que aprender a ver “personas”
detrás del rostro de los demás. Cada uno de los miembros de nuestra familia es
un don que Dios nos ha enviado. Es una
persona, con sus límites y sus alcances, con sus logros y sus malogros, con su
pobreza y su riqueza.
Es preciso estar siempre dispuestos a
disculpar y perdonar las ofensas que podamos sufrir de parte de nuestros
vecinos. Hay que aprender a situarse constantemente en el lugar del otro. Esa es la regla de oro de todas las culturas
y de todos los sistemas éticos.
José-Román
Flecha Andrés