La Crucifixión.Retablo Catedral Vieja de Salamanca
Viernes Santo
Is 52,13-53,12
Hb 4,14-16; 5,7-9
Jn 18,1-19,42
ABRIL 3
Después de decir estas cosas, Jesús pasó con sus
discípulos al otro lado del arroyo de Cedrón, donde había un huerto en el que
entró Jesús con ellos. También Judas, el que le traicionaba, conocía el lugar,
porque muchas veces se había reunido allí Jesús con sus discípulos. Así que
Judas se presentó con una tropa de soldados y con algunos guardias del templo
enviados por los jefes de los sacerdotes y por los fariseos. Iban armados y
llevaban lámparas y antorchas. Pero como Jesús ya sabía todo lo que había de
pasarle, salió a su encuentro y les preguntó: “¿A quién buscáis?”. “A Jesús de
Nazaret” -le contestaron. Dijo Jesús: “Yo soy”. Judas, el que le traicionaba,
estaba también allí con ellos. Cuando Jesús les dijo: “Yo soy”, se echaron
atrás y cayeron al suelo. Jesús volvió a preguntarles: “¿A quién buscáis?”.
Repitieron: “A Jesús de Nazaret”. Jesús les dijo: “Ya os he dicho que soy yo.
Si me buscáis a mí, dejad que los demás se vayan”. Esto sucedió para que se
cumpliese lo que Jesús mismo había dicho: “Padre, de los que me confiaste,
ninguno se perdió”. Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó y le
cortó la oreja derecha a uno llamado Malco, criado del sumo sacerdote. Jesús
dijo a Pedro: “Vuelve la espada a su lugar. Si el Padre me da a beber esta copa
amarga, ¿acaso no habré de beberla?”. Los soldados de la tropa, con su
comandante y los guardias judíos del templo, arrestaron a Jesús y lo ataron. Le
llevaron primero a casa de Anás, porque éste era suegro de Caifás, el sumo
sacerdote de aquel año. Este Caifás era el mismo que había dicho a los judíos:
“Es mejor que un solo hombre muera por el pueblo”. Simón Pedro y otro discípulo
seguían a Jesús. El otro discípulo era conocido del sumo sacerdote, de modo que
entró con Jesús en la casa; pero Pedro se quedó fuera, a la puerta. Por eso, el
discípulo conocido del sumo sacerdote salió y habló con la portera, e hizo
entrar a Pedro. La portera preguntó a Pedro: “¿No eres tú uno de los discípulos
de ese hombre?”. Pedro contestó: “No, no lo soy”. Como hacía frío, los criados
y los guardias del templo habían encendido fuego y estaban allí, calentándose.
Pedro también estaba entre ellos, calentándose junto al fuego. El sumo
sacerdote comenzó a preguntar a Jesús acerca de sus discípulos y de lo que
enseñaba. Jesús le respondió: “Yo he hablado públicamente delante de todo el
mundo. Siempre he enseñado en las sinagogas y en el templo, donde se reúnen
todos los judíos; así que no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas a
mí? Pregunta a quienes me han escuchado y que ellos digan de qué les hablaba.
Ellos saben lo que he dicho”. Cuando Jesús dijo esto, uno de los guardias del
templo le dio una bofetada, diciéndole: “¿Así contestas al sumo sacerdote?”.
Jesús le respondió: “Si he dicho algo malo, muéstrame qué ha sido; y si lo que
he dicho está bien, ¿por qué me pegas?”. Entonces Anás envió a Jesús, atado, al
sumo sacerdote Caifás. Entre tanto, Simón Pedro seguía allí, calentándose junto
al fuego. Le preguntaron: “¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre?”.
Pedro lo negó, diciendo: “No, no lo soy”. Luego le preguntó uno de los criados
del sumo sacerdote, pariente del hombre a quien Pedro le había cortado la
oreja: “¿No te vi con él en el huerto?”. Pedro lo negó otra vez, y en aquel
mismo instante cantó el gallo. Llevaron a Jesús de la casa de Caifás al palacio
del gobernador romano. Como ya comenzaba a amanecer, los judíos no entraron en
el palacio, pues habrían quedado ritualmente impuros y no habrían podido comer
la cena de Pascua. Por eso salió Pilato a hablar con ellos y les preguntó: “¿De
qué acusáis a este hombre?”. Si no fuera un criminal -le contestaron-, no te lo
habríamos entregado”. Pilato les dijo: “Lleváoslo y juzgadle conforme a vuestra
propia ley”. Los judíos contestaron: “Los judíos no tenemos autoridad para
ejecutar a nadie”. Así se cumplió lo que Jesús había dicho sobre la manera en
que tendría que morir. Pilato volvió a entrar en el palacio, llamó a Jesús y le
preguntó: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”. Jesús le dijo: “¿Eso lo preguntas
tú de tu propia cuenta o porque otros te lo han dicho de mí?”. Le contestó
Pilato: “¿Acaso yo soy judío? Los de tu nación y los jefes de los sacerdotes te
han entregado a mí. ¿Qué has hecho?”. Jesús le contestó: “Mi reino no es de
este mundo. Si lo fuese, mis servidores habrían luchado para que yo no fuera
entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Le preguntó entonces
Pilato: “¿Así que tú eres rey?”. Jesús le contestó: “Tú lo has dicho: soy rey.
Yo nací y vine al mundo para decir lo que es la verdad. Y todos los que
pertenecen a la verdad, me escuchan”. “¿Y qué es la verdad?”. -le preguntó
Pilato. Después de esta pregunta, Pilato salió otra vez a hablar con los
judíos. Les dijo: “Yo no encuentro ningún delito en este hombre. Y ya que
tenéis la costumbre de que os ponga en libertad a un preso durante la fiesta de
la Pascua, ¿queréis que os ponga en libertad al Rey de los judíos?”. Todos
volvieron a gritar: “¡A ese no! ¡A Barrabás!”. Y Barrabás era un ladrón.
Pilato, entonces, ordenó que azotaran a Jesús. Además, los soldados tejieron
una corona de espinas y la pusieron en la cabeza de Jesús, y le vistieron con
una capa de color rojo oscuro. Luego se acercaban a él, diciendo: “¡Viva el Rey
de los judíos!”. Y le golpeaban en la cara. Pilato volvió a salir y les dijo:
“Mirad, os lo he sacado para que sepáis que yo no encuentro en él ningún
delito”. Salió, pues, Jesús, con la corona de espinas en la cabeza y vestido
con aquella capa de color rojo oscuro. Pilato dijo: “¡Ahí tenéis a este
hombre!”. Cuando le vieron los jefes de los sacerdotes y los guardias del
templo, comenzaron a gritar: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”. Pilato les dijo:
“Pues lleváoslo y crucificadle vosotros, porque yo no encuentro ningún delito
en él”. Los judíos le contestaron: “Nosotros tenemos una ley, y según nuestra
ley debe morir porque se ha hecho pasar por Hijo de Dios”. Al oír esto, Pilato
tuvo más miedo todavía. Entró de nuevo en el palacio y preguntó a Jesús: “¿De
dónde eres tú?”. Pero Jesús no le contestó nada. Pilato insistió: “¿Es que no
me vas a contestar? ¿No sabes que tengo autoridad, tanto para ponerte en
libertad como para crucificarte?”. Jesús le contestó: “Ninguna autoridad
tendrías sobre mí, si Dios no te la hubiera dado. Por eso, el que me ha
entregado a ti es más culpable de pecado que tú”. Desde aquel momento, Pilato
buscó la manera de poner en libertad a Jesús; pero los judíos le gritaban: “¡Si
le pones en libertad, no eres amigo del césar! ¡Todo el que se hace rey es
enemigo del césar!”. Al oír esto, Pilato ordenó que sacaran a Jesús, y luego se
sentó en el tribunal, en el lugar que llamaban en hebreo Gabatá (es decir, el
Empedrado). Era la víspera de la Pascua, hacia el mediodía. Pilato dijo a los
judíos: “¡Aquí tenéis a vuestro Rey!”. Pero ellos gritaban: “¡Muera! ¡Muera!
¡Crucifícalo!”. Pilato les preguntó: “¿Acaso he de crucificar a vuestro Rey?”.
Y los jefes de los sacerdotes le contestaron: “¡No tenemos más rey que el
césar!”. Entonces Pilato les entregó a Jesús para que lo crucificaran, y ellos
se lo llevaron. Jesús, llevando su cruz, salió para ir al llamado “Lugar de la
Calavera” (que en hebreo es Gólgota). Allí lo crucificaron, y con él a otros
dos, uno a cada lado. Pilato mandó poner sobre la cruz un letrero que decía:
“Jesús de Nazaret, Rey de los judíos”. Muchos judíos leyeron aquel letrero,
porque el lugar donde crucificaron a Jesús se hallaba cerca de la ciudad, y el
letrero estaba escrito en hebreo, latín y griego. Por eso, los jefes de los sacerdotes
judíos dijeron a Pilato: “No escribas: ‘El Rey de los judíos’, sino: ‘El que
dice ser Rey de los judíos’“. Pero Pilato les contestó: “Lo que he escrito,
escrito queda”. Después de crucificar a Jesús, los soldados tomaron sus ropas y
se las repartieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también su
túnica, pero como no tenía costura, sino que estaba tejida de arriba abajo de
una sola pieza, se dijeron entre ellos: “No la partamos. Echémosla a suertes, a
ver a quién le toca”. Así se cumplió la Escritura que dice: “Se repartieron
entre sí mi ropa y echaron a suertes mi túnica”. Esto fue lo que hicieron los
soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre,
María, esposa de Cleofás, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre y
junto a ella al discípulo a quien él quería mucho, dijo a su madre: “Mujer, ahí
tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Desde
entonces, aquel discípulo la recibió en su casa. Después de esto, como Jesús
sabía que ya todo se había cumplido, y para que se cumpliera la Escritura,
dijo: “Tengo sed”. Había allí una jarra llena de vino agrio. Empaparon una
esponja en el vino, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca.
Jesús bebió el vino agrio y dijo: “Todo está cumplido”. Luego inclinó la cabeza
y murió. Era el día de la preparación de la Pascua. Los judíos no querían que
los cuerpos quedasen en las cruces durante el sábado, pues precisamente aquel
sábado era muy solemne. Por eso pidieron a Pilato que ordenara quebrar las
piernas a los crucificados y quitar de allí los cuerpos. Fueron entonces los
soldados y quebraron las piernas primero a uno y luego al otro de los
crucificados junto a Jesús. Pero al acercarse a Jesús vieron que ya había
muerto. Por eso no le quebraron las piernas. Sin embargo, uno de los soldados
le atravesó el costado con una lanza, y al momento salió sangre y agua. El que
cuenta esto es uno que lo vio y que dice la verdad. Él sabe que dice la verdad,
para que vosotros también creáis. Porque estas cosas sucedieron para que se
cumpliera la Escritura que dice: “No le quebrarán ningún hueso”. Y en otra
parte dice la Escritura: “Mirarán al que traspasaron”. Después de esto, José,
el de Arimatea, pidió permiso a Pilato para llevarse el cuerpo de Jesús. José
era un seguidor de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos. Pilato le
dio permiso, y José fue y se llevó el cuerpo. También Nicodemo, el que una
noche fue a hablar con Jesús, llegó con unos treinta kilos de perfume de mirra
y áloe. José y Nicodemo, pues, tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con
vendas empapadas en aquel perfume, según acostumbraban hacer los judíos para
enterrar a sus muertos. En el lugar donde crucificaron a Jesús había un huerto,
y en el huerto un sepulcro nuevo, donde todavía no se había depositado a nadie.
Allí pusieron el cuerpo de Jesús, porque el sepulcro estaba cerca y porque ya
iba a empezar el sábado de los judíos.
Preparación: La celebración de la Pasión del Señor incluye hoy el
cuarto de los cánticos del Siervo de Dios. El profeta, elegido por Dios y
enviado a proclamar la paz y la justicia, se nos presenta hoy como un “hombre
de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros”.
Él es el justo injustamente condenado: “Maltratado, voluntariamente se
humillaba y no abría la boca; como un cordero llevado al matadero, como oveja
ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca”.
Lectura: La lectura de este poema, precisamente en la tarde del
viernes santo, prepara nuestro espíritu para la meditación de la pasión y
muerte de Jesús. En ella se nos dice que los que asistían a su crucifixión se
burlaban de él y le invitaban a bajar de la cruz. Pero su verdadero descenso
había sido ya la encarnación. Entonces asumió la suerte humana y ahora aceptaba
la muerte humana. En ninguna de las dos decisiones quedó disminuida su
divinidad.
Meditación: En el Señor
crucificado se nos revela la plenitud del amor de Dios. Según Benedicto XVI, la cruz de Cristo es la nueva
zarza ardiente, en la que se nos muestra Dios. Bien sabía Pablo de Tarso que el
crucificado era escándalo para los judíos y necedad para los griegos. Pero para
los llamados, tanto judíos como griegos, Cristo crucificado es fuerza y
sabiduría de Dios. Ante la cruz de Jesús recordamos a tantos hermanos nuestros
que se ven obligados a cargar con las cruces más pesadas y hasta son condenados
a muerte.
Oración: “¡Oh, mi Dios, cómo padecéis por quien tan poco
se duele de vuestras penas! Tiempo vendrá Señor, donde haya de darse a entender
vuestra justicia y si es igual de la misericordia. Mirad, cristianos,
considerémoslo bien, y jamás podremos acabar de entender lo que debemos a
nuestro Señor Dios y las magnificencias de sus misericordias” (Santa Teresa de
Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 12,
5).
Contemplación: Hoy contemplamos al Crucificado y recordamos los versos
que San Juan de la Cruz dedicó al Pastorcico que veía su amor despreciado por
el alma. “Y a cabo de un gran rato, se ha encumbrado sobre un árbol, do abrió
sus brazos bellos, y muerto se ha quedado asido dellos, el pecho de el amor muy
lastimado”. Damos gracias a Jesús por haberse humillado y hecho obediente hasta
la muerte y una muerte de cruz. Dirigimos, además, una mirada compasiva a este
mundo que pretende retirar la imagen del Crucificado, como si de ella viniera
una maldición y no una bendición.
Acción: En este día de ayuno y abstinencia, ofrezcamos hoy nuestra
ayuda económica a los hermanos que, en medio de tantas dificultades, viven y
mantienen su fe en los Santos lugares de la Tierra Santa.
José-Román Flecha Andrés