lunes, 1 de diciembre de 2014

CADA DÍA SU AFÁN 7 de noviembre de 2014


LA INMACULADA DE PABLO VI

El 8 de diciembre de 1959, el Cardenal Montini pronunciaba en la catedral de Milán un admirable discurso sobre la Inmaculada Concepción de María. Según su estilo habitual, iniciaba su reflexión con unas preguntas sobre este misterio: “¿Qué es lo que veo? Pregunto a todos: ¿Qué es lo que veis? ¿Qué imagen refulge sobre nuestro horizonte humano?”.
Su respuesta era sumamente sugestiva. Aunque todos denigramos alguna vez a la humanidad, somos en realidad sus admiradores, porque formamos parte de ella. Nos gustaría ver una humanidad perfecta. Pues bien, en María descubrimos lo mejor de nuestro ser. Lo vemos sin desequilibrio ni discordancia, sin imperfección ni corrupción.
Además, aun contaminados por la suciedad de este mundo, nos gusta imaginar nuestro ser totalmente limpio. No es fácil conseguirlo. Pero en María descubrimos también ese ideal de la limpieza, de la pureza sin mancha.
En tercer lugar, viene a nuestra mente la nostalgia de la belleza que a todos nos seduce. Ahora bien, al dirigirse a María, la liturgia la proclama “Toda hermosa”. Montini se preguntaba el porqué.  ¿En qué tiene su raíz esa belleza? Y la razón es su cercanía al mismo Dios: María tiene el esplendor de la belleza “porque ha salido de sus manos en la integridad absoluta, perfecta, purísima y bellísima; porque es un pensamiento de Dios que se refleja en su integridad… Ahí tenemos, al fin, un retrato de Dios no enturbiado, no corrompido”.
Esta contemplación nos recuerda que, si de la luz blanca nacen todos los colores, de la figura de María destellan su dulzura, su bondad, su obediencia, su sabiduría.
El futuro  Pablo VI añadía que esta figura llena de perfección, de limpieza y de hermosura suscita la impresión de “una extremada delicadeza, como cuando nos aproximamos a una vestidura limpia, cuando se posan nuestras manos sobre una flor y temen desflorarla, contaminarla, ajarla, o cuando miramos la nieve recién caída y nos maravillamos de esa blancura que siempre querríamos ver sin mancillar”.
De pronto, el cardenal Montini se detenía, como temiendo que se asociara la delicadeza a la debilidad. Pero no. Es verdad que las cosas perfectas han de ser defendidas, pero no porque sean débiles. María es fuerte en todos los momentos de su vida. “No hay virtud si no hay resistencia, si no hay una superación de obstáculos, si no hay algo de explosión, de energía”.
Montini evocaba entonces una educación que quiere  dejar al niño abandonado a sus apetencias. Frente a esas ideas, propugnaba él la obligación de defender la perfección humana. Pero también añadía que es preciso educar a la persona para que la virtud pueda, en un cierto sentido, defenderse a sí misma y fortalecerse.
Este discurso, que anticipaba al que había de pronunciar en la clausura del Concilio,  se cerraba con una oración que puede ser la nuestra: “¡Oh Señora, danos la fuerza, danos la virtud, danos tú lo que nos falta!”.


                                                                       José-Román Flecha Andrés