EL ECO DEL CONGRESO EUCARÍSTICO
En España se han celebrado tres Congresos Eucarísticos Internacionales. El celebrado en Madrid en el año 1911 nos dejó como herencia el precioso himno “Cantemos al amor de los amores”, que resuena con fuerza en todos los países de lengua hispana.
El celebrado en Barcelona en
1952 tuvo una importancia enorme, al mostrar al mundo que esta tierra estaba
decidida a tirar ante las plantas del Señor las armas de la guerra, como se
cantaba en el himno oficial de aquel encuentro.
El celebrado en Sevilla, al
conmemorar el V centenario de la llegada de las naves de Colón a unas tierras
insospechadas, nos invitaba a todos a imaginar una nueva comunidad de pueblos
que comparten raíces de cultura y de fe.
Pero junto a esos grandes
congresos eucarísticos, hemos tenido ocasión de celebrar otros congresos
eucarísticos nacionales que no pueden ser olvidados. Ahora se cumplen 50 años
del VI Congreso Eucarístico Nacional, celebrado en León en julio de 1964.
Colocado en el marco del
Concilio Vaticano II, aquel congreso trajo a toda España el aire del nuevo
Pentecostés que había soñado el papa San Juan XXIII. Y transmitió a la sociedad
española la confianza y el afecto que le profesaba el nuevo Papa Pablo VI, tan
denigrado entonces por algunas voces interesadas en presentarlo como enemigo de
España.
El legado pontificio para
aquel congreso fue al arzobispo de Lima, cardenal Juan Landázuri Rickets. Fue
elegido para esta misión, en cuanto sucesor en la sede episcopal de Santo
Toribio de Mogrovejo, natural de Villaquejida, perteneciente ahora a la
diócesis de León. Aquel franciscano, dotado de un lenguaje exquisito y de una
capacidad admirable para acercarse al pueblo de Dios, cautivó a todos desde el
primer momento.
El Congreso propició
numerosas iniciativas de estudio como la II Semana Nacional de Arte Sacro o el
Congreso de Espiritualidad Hispanoamericana. Fue, además, una ocasión para
adquirir conciencia de la misión de los sacerdotes y religiosos. Y un espacio
inolvidable para reafirmar eclesialmente la grandeza de la Eucaristía como
centro y culmen de la vida de la Iglesia, según acababa de afirmar el Concilio
en su constitución sobre la Liturgia.
Al celebrarse los 50 años de
aquel evento surgen ante nosotros muchos interrogantes. Es hora de preguntarnos
si las comunidades cristianas han aceptado la misión de ver la Eucaristía como
un misterio que se ha de anunciar, celebrar y vivir, según nos recordaba Benedicto XVI en su exhortación
“El Sacramento del amor”.
Es también la hora de
preguntarnos si estamos promoviendo una bien fundada e imaginativa formación
vocacional y sacerdotal.
Y es finalmente la hora de
preguntarnos si la “comunión” con el Cuerpo y la Sangre de Cristo nos han
llevado a promover la “comunión” fraterna, generosa y solidaria con los
hermanos que pasan hambre, que carecen de trabajo o que sufren las heridas de
una desigualdad hiriente y humillante.
José-Román Flecha Andrés