miércoles, 28 de mayo de 2014

QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE…


LA DIGNIDAD HUMANA
  
La observación de los abusos perpetrados contra la persona, incluso bajo el amparo de la ley, ha vuelto a poner de relieve la necesidad de apelar a la dignidad inviolable del ser humano. De ella ha de derivar la consideración de la responsabilidad de la que la persona ha de dar pruebas y el respeto que esa misma persona merece de los demás.
La dignidad humana se percibe, pues, como fuente de deberes y de derechos humanos. La dignidad humana puede entenderse como la metáfora de la moralidad.
Sin embargo, en el mundo de la postmodernidad, no es fácil aceptar este postulado antropológico, por racional que parezca. 
El concepto de dignidad de la persona se ha ido popularizando y degradando al mismo tiempo. Para muchos no tiene sentido apelar a una dignidad humana, generada por el azar o delimitada por la libre decisión de los demás.  

IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS

A la hora de preguntarse qué es el hombre y en qué se basa su dignidad, el creyente no puede prescindir de su razón. Pero sabe que la fe viene a purificar la razón. Así que acepta también, voluntaria y gozosamente, la ayuda de la revelación 
De hecho, en la revelación que fundamenta nuestra fe cristiana encontramos un mensaje sobre Dios, un mensaje sobre el mundo  y un mensaje sobre el hombre. Es decir, sobre el ser humano y sobre el quehacer humano. 
En primer lugar, la Palabra de Dios nos dice que el hombre no se ha autoinventado y autodiseñado. Es fruto de la atención creadora de Dios. El ser humano es “don” desde su mismo origen. Ha sido creado a imagen de Dios (cf. Gén 1,26). De esa condición de imagen de Dios brota la última raíz de su dignidad como persona y del respeto que se le debe.
De esta forma, el tema del hombre “creado a imagen de Dios” desempeña un papel insustituible en la fundamentación de la moral cristiana. La revelación nos presenta al hombre en la perspectiva de la "iconalidad", es decir como icono del mismo Dios. De ahí se deduce inmediatamente que es imagen de Dios la persona que actúa, pero es igualmente imagen de Dios la persona a la que se dirige la actuación de los demás.
Es decir, el sujeto agente de la moralidad puede ser descrito como tal en cuanto el hombre es y se comporta como imagen de Dios, Creador, Padre y Señor del universo, y en cuanto realiza en sí mismo, por la gracia del Espíritu, la imagen perfecta y definitiva de Dios que nos ha sido revelada en Jesucristo.
Pero, por otra parte, la persona humana, en cuanto objeto, es decir, en cuanto término y receptora del comportamiento ético, posee una dignidad no homologable con ninguna otra criatura, siempre que sea considerada y tratada como imagen viviente del Dios de la vida.
Es bien sabido que también las antiguas culturas mesopotámicas afirmaban que el rey –y sólo el rey- era imagen de Dios. Lo novedoso de la revelación bíblica es que se atribuye esa dignidad a toda persona, con independencia de sus cualidades, de su poder y de su saber. En esa dimensión vicaria respecto a Dios radica la dignidad de todo ser humano.

“A MÍ ME LO HICISTEIS”

Esta revelación, que los cristianos comparten con sus hermanos judíos, se hace especialmente evidente en el Nuevo Testamento. Pilato dijo más de lo que quería al señalar a Jesús y decir: “Este es el hombre” (Jn 19.5). Jesús no es solamente el hombre que le ha sido traído ante su tribunal. Jesús es el modelo y el paradigma del ser humano.
Aunque Pilato no haya podido sospecharlo, el cristiano sabe y confiesa que el Verbo de Dios que se ha hecho carne, asume y lleva a plenitud la dignidad y la suerte de todo hombre. Por eso mismo el estilo de vida de Jesús de Nazaret resulta modélico para la realización de lo humano en la persona y en la sociedad. 
El mismo Jesús que había dedicado su atención a los pobres y humillados,  habría de explicitar esta convicción y orientación moral al pronunciar la profecía del juicio sobre la historia. La evaluación de la conducta moral de cada uno y de los logros de toda una sociedad se realiza precisamente de acuerdo con la aceptación o rechazo de los hombres, especialmente los marginados y oprimidos. Con ellos ha querido identificarse el Señor, a tenor de sus propias palabras: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).
Para la fe cristiana, Cristo es “imagen de Dios invisible” (Col 1,15) y es también el hombre perfecto. En él la naturaleza humana ha sido elevada a una dignidad sin igual.

EL FRUTO DEL ESPÍRITU

Esa conciencia de la identidad del hombre con el Cristo impregna la reflexión de san Pablo, de tal forma que el apóstol puede llegar a decir: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2,20). Gracias al Cristo resucitado, Pablo es ya como el paradigma del ser humano escatológico, del ser humano en su perfección final.  Por eso, la identificación con Cristo puede motivar las exhortaciones que dirige a los hermanos para que hagan suyos los sentimientos de Jesucristo, que se hizo a sí mismo semejante a los hombres (Flp 2, 5-11).
Esta identificación con el Mesías Jesús, comporta toda una cosecha de virtudes morales como la caridad y la alegría, la paz y la magnanimidad, la benignidad y la bondad, la fe, la mansedumbre y la continencia. Ese manojo de actitudes éticas, podrían ser descubiertas por la razón humana. Pero a la luz de la fe, se perciben ahora como fruto del Espíritu. Esa convicción motiva la exhortación de Pablo a los cristianos de Galacia: “Si en espíritu vivimos, en espíritu también caminemos” (Gál 5,25). 
Ése y no otro es el contenido y el talante de la educación moral en el seno de la comunidad cristiana. Pero esa es también la alternativa que los cristianos proponemos a toda la sociedad como deseando compartir la dignidad y la grandeza del ser humano, que gratuita e inmerecidamente nos ha sido revelada.

                                                                    José-Román Flecha Andrés
Publicados en la revista "EVANGELIO Y VIDA".