RECORDANDO EL AÑO DE LA FAMILIA
Han pasado veinte años. En
1994, por decisión de las Naciones Unidas, se celebraba el Año Internacional de
la Familia. El logotipo mostraba dos corazones entrelazados cubiertos por un tejadillo al que le faltaba
una columna. Decía que significaba un
hogar abierto a la sociedad. La familia no es sólo espontaneidad y amor, es
también responsabilidad comunitaria. No es un espacio cerrado a todos los
vientos. No hay familia sin apertura y sin acogida.
Por todas partes se nos
invitaba a "construir la democracia más pequeña en el corazón de la
sociedad". La sociedad grande habría de aprender de esa pequeña sociedad que
es la familia su ser y su quehacer como comunidad humana y humanizadora.
Pero aquel tejadillo
abierto era muy ambiguo. De hecho preparaba el reconocimiento de cualquier
unión fáctica de parejas de cualquier sexo. Creíamos que la familia estaba ya
inventada, pero desde entonces se pretende redefinirla a cada paso. La
glorificación del pluralismo como máximo valor lleva en nuestro tiempo a la
aceptación de cualquier tipo de valor.
En aquel año, el Papa Juan
Pablo II publicó una amplia Carta a las
Familias. En ella menciona las modernas interpretaciones de la familia:
"En nuestros días, ciertos programas sostenidos por medios muy potentes
parecen orientarse por desgracia a la disgregación de las familias. A veces
parece incluso que, con todos los medios, se intente presentar como 'regulares'
y atractivas -con apariencias exteriores seductoras- situaciones que en
realidad son 'irregulares' (n.5).
El Año Internacional de la
Familia no pretendía solo lamentar los
fracasos, sino suscitar todo un movimiento mundial de apoyo a las familias. Sin
ellas no es posible una sociedad humana. Muchas familias luchan por mantener
sus valores e ideales, por descubrir su misión y afianzar su compromiso humano
y social.
Dos de esos valores se
implican mutuamente: la gratuidad y la gratitud. Por el primero, la familia nos
enseña a conceder tiempo y atenciones a los miembros que parecen aún incapaces de "producir"
bienes para la comunidad. Por el segundo, la familia nos recuerda el deber y el
honor de reconocer el servicio y los méritos de quienes ya se han retirado de una
vida dedicada a la producción inmediata de bienes y servicios.
En términos cristianos,
diríamos que con ese lenguaje de la acogida inmerecida y la atención
reconocida, la familia constituye ya por sí misma un "evangelio": una
buena noticia para el mundo.
A las familias
cristianas les pedía Juan Pablo II
en la Carta a las familias que
volvieran su mirada a la Sagrada Familia de Nazaret, "icono y modelo de
toda familia humana". Ahí habrán siempre de aprender "a profundizar
la propia misión en la sociedad y en la Iglesia, mediante la escucha de la
palabra de Dios, la oración y la fraterna comunión de vida" (n. 23).
José-Román Flecha Andrés