LA MISERICORDIA DEL RESUCITADO
“Los
hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida
común, en la fracción del pan y en las oraciones”. He ahí algunos rasgos que
definían a la comunidad de los discípulos del Señor que se encontraba en
Jerusalén (Hech 2,42).
Escuchar
a los apóstoles, celebrar la Eucaristía y mantenerse en la oración, son las
notas que se manifiestan además en el gesto de compartir los bienes. Es la
memoria y el espíritu de Jesús resucitado lo que mantiene unidos a los
hermanos.
Con
el salmo 117 damos hoy gracias al Señor porque es bueno y porque su
misericordia no tiene fin. Y al mismo tiempo proclamamos que Jesús, desechado
por los hombres, ha sido glorificado por el Padre. Él es la piedra angular del
nuevo edificio.
La
primera carta de Pedro nos recuerda que por la resurrección de Jesucristo, el
Padre celestial nos ha regenerado para que podamos gozar de una esperanza viva,
de una herencia incorruptible y de una salvación que un día se manifestará en
su plenitud (1Pe 1,3-9).
LOS
TRES DONES
El
evangelio presenta dos manifestaciones del Resucitado a sus discípulos, encerrados
por miedo a los judíos. En ellas les entrega los dones de la paz y la alegría, los
envía a la misión y les concede el privilegio y la responsabilidad de perdonar
los pecados (Jn 20,19-31).
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En primer lugar, Jesús les desea la paz. No les reprende por haberle abandonado
en la hora en que fue apresado en el Huerto de los Olivos. Aunque parezca
mentira, la presentación de las llagas del Señor los llena de una profunda
alegría.
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Además, el Maestro, que un día los había elegido para que estuvieran con él y
aprendieran sus lecciones, los envía ahora a recorrer los caminos del mundo, como
él mismo había sido enviado por su Padre celestial.
•
Finalmente, el Señor sopla sobre ellos. Ese gesto evoca la creación del mundo y
la misión de los profetas. Ahora el Resucitado les comunica su Espíritu y les
hace partícipes de su poder para perdonar los pecados.
NUESTRA
CONFESIÓN DE FE
Ante
esos tres dones del Señor Resucitado también nosotros hemos de agradecer la
misericordia de Dios. Hemos de olvidar nuestro resentimiento y dar el paso que
lleva al apóstol Tomás a pronunciar su personal confesión de fe.
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“Señor mío y Dios mío”. Al igual que Tomás, también nosotros reconocemos al que nos ha mostrado sus llagas.
Por medio de ellas, Jesús nos demuestra la seriedad de su amor y la gratuidad
de su entrega por nosotros y por nuestra salvación.
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“Señor mío y Dios mío”. Como el apóstol Tomás, nosotros adoramos al Señor Y le
agradecemos que nos haya proclamado como bienaventurados por haber llegado a
creer, a pesar de no haber visto con
nuestros ojos al Resucitado.
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“Señor mío y Dios mío”. Imitando la rendición de Tomás, nosotros agradecemos la
misericordia del Señor. Él ha perdonado nuestro orgullo, y nos ha hecho
mensajeros y ministros de su perdón para todos los que vuelven a él sus ojos.
- Señor Jesús, hoy queremos agradecer esa misericordia con la que vienes a nuestro encuentro. Ayúdanos a vivir con gozo y responsabilidad nuestra vida en esta comunidad, construida sobre la piedra angular de tu entrega. Bendito seas por siempre. Aleluya.
José-Román Flecha Andrés