EL DISCÍPULO Y LA CRUZ
“Quien
no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”
(Lc 14,2)
Señor Jesús, con frecuencia se nos olvida que, de una manera u otra, todos
hemos de ser discípulos de alguien. Seguimos los pasos de otra persona, imitamos
sus modos de hablar y comportarse y citamos sus frases favoritas.
En realidad, podríamos decir: “Dime quién ha sido tu maestro y te diré cómo
eres. Dime de quién eres discípulo y sabré el porqué de tu conducta, de tus gestos
y de tus opiniones”.
Señor Jesús, hoy no se valora tu magisterio. En una sociedad como la
nuestra algunos se avergüenzan de ser discípulos tuyos. Y son muchos los que
reniegan abiertamente de haberlo sido alguna vez.
Pero yo no debería detenerme a
juzgar a los demás. Tengo que reconocer mi propia incongruencia. Es verdad que
he decidido ser discípulo tuyo. Y todos mis hermanos me ayudan a vivir de
acuerdo con esa vocación.
Sin embargo, procuro vivir el
discipulado a mi manera. Es decir, suelo poner mucho cuidado en rechazar la
cruz de cada día. Es más: deseo y espero que mi condición de discípulo
tuyo me aporte más ventajas que
disgustos.
Tengo que confesar sinceramente mi
cobardía e infidelidad. Olvido en la práctica el misterio de tu pasión y de tu muerte.
Y trato de vivir ignorando tu invitación
a tomar tu cruz y a seguirte por la senda que tú mismo has recorrido.
A pesar de todo, yo estoy convencido de que es imposible rehuir siempre y
definitivamente la sombra de la cruz. Nuestra vida no puede confundirse con un
paseo triunfal. En alguna curva del camino nos espera el sufrimiento.
Señor Jesús, los discípulos a los que tú dirigiste tu llamada rechazaban el futuro doloroso que tú aceptabas para ti. Pero he de reconocer que esa es también mi tentación más frecuente. Por eso te ruego que tu Espíritu me ayude a tomar con valentía mi cruz de cada día y a seguirte generosamente por el camino que tú has seguido. Amén.
José-Román Flecha Andrés