MEDIO MILENIO CON IGNACIO
Seguramente, Íñigo López de Loyola nunca
había imaginado lo que había de suceder. Tenía por entonces treinta años, buenos
servicios a personas de la nobleza, muchos sueños de grandeza y no pocos
deslices en el vicio.
Con algunas tropas guipuzcoanas acudió a
defender la ciudadela de Pamplona. Parece que de alguna forma previó el peligro
y se confesó con uno de sus compañeros de armas. En medio del ataque de los
franceses, “le acertó una bombarda en una pierna, quebrándosela toda, y porque
la pelota pasó por entrambas las piernas también la otra fue mal herida”.
Así lo escribió el padre Luis Gonçalves
da Câmara que recibió esta información de los labios de aquel herido, que sería
recordado por la historia como Ignacio de Loyola, un peregrino por los caminos
de Alcalá y Salamanca, París y Brujas, Venecia y Roma.
El ataque debió de ocurrir el día 20 de
mayo de 1521. La curación de las graves heridas fue larga y dolorosa. El
fatigoso retiro en Loyola apenas podía ser aliviado por la lectura. El herido
hubiera deseado algunos libros de caballerías que no le eran desconocidos. De
hecho alguna vez se refirió al Amadís de Gaula.
En la casa solariega, a este último de
los trece hermanos solo pudieron facilitarle la famosa Vida de Cristo, escrita por Ludolfo de Sajonia, llamado el Cartujano,
y la Leyenda áurea, de Jacobo de
Varazze.
Entre una página y otra, volvían a la
mente de Íñigo sus pasadas aventuras y los sueños sobre las que todavía podría
correr. Pero un día él mismo contaría que “leyendo la vida de nuestro Señor y
de los santos, se paraba a pensar, razonando consigo: ¿Qué sería si yo hiciese
esto que hizo san Francisco, y esto que hizo santo Domingo?”
Una vez restablecido de sus heridas, saldría
en una mula hacia el santuario de Aránzazu y llegaría a Montserrat a velar sus
armas en la iglesia, como a buen caballero correspondía.
Después de tres días de confesión en
aquel monasterio, se retiró a Manresa y se refugió en una de aquellas cuevas a
la orilla del río Cardoner. Fueron meses de penitencias y de escrúpulos y de
voces populares que lo llamaban “el loco del saco”, por la aspereza de la
túnica que se había hecho preparar.
Por ahora se cumplen 500 años de aquella
llamada, de aquel cambio tan radical, de aquella conversión. Es verdad que era
solo el inicio de un largo peregrinaje. Pero aquella aventura, a la vez
caballeresca y mística, es hoy una llamada de atención para una sociedad que
vive fascinada por lo efímero.
El peregrino soñaba con llegar a
Jerusalén para más servir y amar a Dios. Estudios, sacerdocio, oración y
ejercicios espirituales. Según él, todo lo llevó a “buscar y hallar a Dios”. A lo
largo del camino iría reuniendo toda una “compañía” de Jesús. A medio milenio
de distancia, es hora de buscar y promover como él la mayor gloria de Dios.