EL PAN DE VIDA
“Yo
soy el pan de vida”
(Jn 6,35)
Señor
Jesús, estamos tan habituados a leer y oír esa imagen con la que te
identificabas que parece haber perdido su significado para nosotros. O mejor,
deberíamos reconocer que somos nosotros los que hemos dejado de verla como
significante para nuestra forma de pensar y de actuar.
En
realidad, vivimos en una cultura bastante diferente a aquella en la que tú te movías.
Sabemos que para las gentes de tu tierra el pan era la base de la alimentación,
mientras que en nuestro ambiente muchas personas pueden prescindir
tranquilamente del pan.
Tus
contemporáneos sabían bien lo que era sembrar el trigo, segar y trillar las
gavillas, separar el grano de la paja. En muchas casas había un molino de
piedra. Todas las mujeres conocían y conservaban la levadura para hacer
fermentar la masa y sabían arrojar el horno para cocer el pan de cada día.
Claro
que las primeras comunidades cristianas entendieron que, además de ese “pan de
cada día”, habían de aspirar al pan “supersustancial” que no se puede elaborar
en el hogar. Con ese espíritu repetían la oración que tú nos dejaste como tu
lección personal y señal de nuestra identidad.
Por
culpa de nuestro egoísmo, nosotros no hemos logrado eliminar el hambre de este mundo.
Pero tampoco hemos llegado a comprender que nuestra hambre de cada día no puede
encontrar satisfacción en los pobres y tristes alimentos con los que tratamos
de distraernos.
Señor,
te pido perdón por haber pretendido olvidar esa manifestación que te define. Tú
eres nuestro pan. Eres el que de verdad puede dar satisfacción a nuestros
deseos más profundos. Y eres el pan que nos puede saciar, porque has bajado del
cielo, de donde viene la vida verdadera.
No
permitas que muera de hambre. Y no permitas que me engañe, tratando de
sobrevivir con alimentos que no alimentan. Solo tú puedes mantenerme en vida.
Bendito seas por siempre, Señor. Amén.