NATANAEL
O BARTOLOMÉ
El nombre de Natanael significa “don de Dios”. Quien se lo
impuso no sabía hasta qué punto iba a hacer honor a aquel nombre. Ni podía
imaginar para quién aquella vida habría de ser un don.
Ya en la historia de Israel se recordaba a otro personaje
que había llevado ese nombre. Era uno de los antepasados de Judit, según el
texto griego (Jud 8,1). Pero el Natanael del evangelio es uno de los primeros
seguidores de Jesús. De él habla el evangelio de Juan (Jn 1,45-51).
Este discípulo parece confundirse con el Bartolomé que
aparece en las listas de los Doce proporcionadas por los evangelios sinópticos
(Mt 10,3; Lc 6,14) y también por el
libro de los Hechos de los Apóstoles
(Hech 1,13).
Se puede conjeturar que Natanael y Bartolomé serían el mismo
personaje. El primer nombre designaría su nombre propio. Y el otro sería en
realidad su patronímico: el arameo Bar Tolmay, que significa Hijo de Tolmay.
1. LOS DIAS DE LA HIGUERA
No sabemos mucho de él. Tan sólo que era originario de
Galilea. La tradición se complace en recordarlo por su lugar de origen:
“Natanael, el de Caná de Galilea” (Jn 21,2). La situación de su aldea le
facilitaba el traslado hasta el lago de Genesaret y el encuentro habitual con
los pescadores de Cafarnaum y de Betsaida.
De hecho, Natanael es introducido a Jesús por Felipe, el de
Betsaida. Junto a él lo mencionan
siempre los sinópticos. Su amistad de siempre se convirtió en una asociación
impensada y definitiva.
Jesús había llamado a
Felipe y Felipe llama a Natanael. Su vocación nace de otra vocación. Su
seguimiento es fruto de la fascinación de otro. Las palabras que Felipe le
había dirigido serían recordadas en el futuro como la fórmula que anuncia la
llegada de los tiempos del Mesías: “Hemos encontrado a aquel de quien
escribieron Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús, el hijo de José,
el de Nazaret”.
La oferta estaba hecha. Pero la aceptación no fue fácil.
Natanael tenía sus prejuicios. Unos eran propios de su aldea y otros los podía
encontrar en las gentes de su tierra. Tal vez por eso respondió displicente:
“¿De Nazaret puede salir algo bueno?”. Ya se sabe, las aldeas cercanas siempre
se muestran reticentes a reconocer los valores de sus vecinos, a los que
consideran como adversarios.
Y, además, eran muchos
por entonces los que comentaban en corrillos: “¿Acaso va a venir de Galilea el
Mesías? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá de la descendencia de David
y del pueblo de Belén?” (Jn 7, 41-42). Tal era el sentir de las gentes. Pero
esa era también la convicción de los guías del pueblo. Ante la admiración que
Jesús suscitó en Nicodemo, los fariseos interpelaron a su colega diciendo:
“¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún
profeta” (Jn 7,52).
Se puede decir que
Natanael, vivía su vida, “sentado debajo de su higuera”, como se decía en su
pueblo, y no deseaba ser inquietado (Mi 4,4). Pero se acercó Felipe y lo sacó
para siempre de su tranquilidad y de sus prejuicios con las únicas palabras que
pueden mover a los escépticos: “Ven y lo verás”.
2. EL DÍA DEL ENCUENTRO
Decidió acercarse a Jesús para “ver”. Pero no fue Natanael
el primero en ver. Fue Jesús quien vio acercarse a Natanael. Y, antes de que
mediara palabra alguna, el Maestro exclamó: “Ahí tenéis a un israelita de
verdad, en quien no hay engaño”.
El texto parece complacerse en subrayar este conocimiento de
Jesús, que sobrepasa la experiencia habitual. Un conocimiento asombroso,
especialmente para el mismo Natanael, que no puede menos de preguntar: “¿De qué
me conoces?”.
Pero más llamativa que aquel elogio inesperado es la
sucesiva observación de Jesús: “Antes de
que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi”. La
curiosidad nos lleva a preguntarnos qué hacía el hombre de Caná debajo de la
higuera. En el marco de aquel encuentro personal entendemos que tal vez
Natanael meditaba sobre su propio destino en el futuro inmediato de su pueblo.
A la luz de la fe, esa frase nos dice que el Maestro conocía ya de siempre al
hombre que vivía bajo la gran higuera que representaba a Israel (Jl 1,7; Nah
2,3).
De todas formas, esas fueron las palabras que abrieron su
corazón. Lo que ahora nos sorprende es la respuesta de Natanael. Una respuesta
imprevista y turbadora como las tormentas del lago: “Rabbí, tú eres el Hijo de
Dios, tú eres el Rey de Israel”. He ahí tres grandes títulos. El primero
refleja la admiración del galileo ante un maestro de la Ley. Los otros dos
títulos mesiánicos son tal vez equivalentes.
La tradición cristiana recordará con gusto esta primera
confesión de un discípulo que se acercaba a Jesús con sus prejuicios a cuestas.
Desde su primer contacto confiesa a Jesús como “Hijo de Dios” y “Rey de Israel”. Anticipa las pretensiones
que las gentes manifestarán tras la
distribución de los panes y de los peces (Jn 6,15), así como el grito
exultante de aquella multitud que lo introducirá en la ciudad de Jerusalén (Jn
12,13).
Pero un trueno llama al trueno siguiente. A la confesión de
Natanael sigue una gran revelación de Jesús: “¿Por haberte dicho que te vi
debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores”. Y le añadió: “Yo os
aseguro: “Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre
el Hijo del hombre” (Jn 1, 45-51). También Jesús se daba a sí mismo un título.
Frente a los tres que le había reconocido Natanael, grandes y ampulosos, aunque
verdaderos, Jesús se presenta con un título humilde: el hijo del hombre (cf. Mc
8,20). Un título que evoca el verdadero carácter humano y divino de su
mesianismo (cf. Mt 26,64).
Pero aquella referencia era fácilmente comprensible. ¿Quién
lo hubiera dicho? Natanael es presentado como un nuevo Jacob. Allá en Betel, el
antiguo patriarca que huía de su tierra había soñado una escala que unía el
cielo con el suelo (Gén 28,10-17). También el hombre de Caná, al salir de su
corral aldeano, ha de descubrir la nueva escala de Dios. Jesús es el puente que
acerca lo humano a lo divino
3. EL DIA DEL LAGO
Luego vinieron los días del seguimiento y la presencia, los
de la turbación y el escándalo, los de la huida y el retorno desencantado hacia
el ayer. Como todos. Durante esos días no se menciona ni una sola vez el nombre
de Natanael. Era uno más en el grupo de los seguidores del Maestro.
Pero tras la muerte de Jesús, entre la nostalgia y el desengaño,
volvió con otros seis a las aguas del lago de Galilea. Y allí se hizo al fin
realidad el anuncio de Felipe: “Ven y verás”. Allí se hizo la luz y se hizo
visible la escala prometida.
Mientras regresaba de la pesca con otros “discípulos”, asistió a la aparición de
Cristo resucitado, que los esperaba a orillas del mar de Tiberíades (Jn 21,
1-14). La sobreabundancia de peces le llevó a evocar la sobreabundancia de vino
que se recordaba en su aldea de Caná (Jn 2,6). Jesús era conocimiento
insospechado y fuerza arrolladora. Jesús era la demasía.
De pronto oyó al discípulo a quien Jesús amaba susurrarle a
Pedro: “Es el Señor”. Ninguno se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres tú?”. Ya
sabían que era el Señor. Natanael debió de recordar que el Maestro conocía
hasta los secretos pensamientos que se urdían debajo de la higuera. Es claro
que Jesús conocía el cansancio y la esperanza de los que se volvían al lago a
la búsqueda de un imposible pasado.
*
* *
Según la tradición, Natanael sería apóstol de la India y
moriría mártir, desollado vivo. Cuchillo en mano, llevando su propia piel sobre
el brazo. Así lo pintó Miguel Ángel en el fresco del Juicio Final, en la
Capilla Sixtina.
En realidad, ya en vida Natanael había tenido que cambiar de
piel. El escéptico se había hecho creyente. Del prejuicio había llegado a la
fe. El aldeano se había abierto a la universalidad. El antiguo israelita había
aceptado el tiempo del Mesías. En un rabino respetable, aunque apenas conocido,
él había descubierto al rey de Israel.
Natanael era el verdadero israelita. Ése es el verdadero
israelita: el que en el rabino Jesús descubre y confiesa al Hijo de Dios, el
Señor.
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Secretariado
Trinitario, Salamanca 2018.