sábado, 14 de junio de 2014
QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE…
LA GRATITUD
Nos
acercamos a una de las virtudes más preciosas para la teología y la comprensión
cristiana de la vida. La gratitud humana responde, en primer lugar a la
absoluta gratuidad del Dios que se entrega al hombre sin que éste lo haya
merecido previamente. La gratitud es el
“sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho
o ha querido hacer, y a corresponder a él de alguna manera”.
Algunos
antiguos refranes reflejan el aprecio que el pueblo ha tenido por esta virtud:
“Quien favorece a gente buena, labra en buena tierra”. “Quien buena obra
recibe, en ningún tiempo la olvide”. “Al árbol que te da sombra, para bien lo
nombra”. “De hombre agradecido, todo bien creído”. Hay otros refranes que parecen
marcar los puntos esenciales de una ética de la gratitud: “La gratitud
ennoblece, la ingratitud envilece”. “De bien nacidos es el ser agradecidos”.
“El buen agradecer, la mitad del pago viene a ser”.
1.
GRACIAS A DIOS PORQUE ES BUENO
El israelita
confiesa la absoluta gratuidad de la misericordia y los dones de Dios
concedidos a su pueblo. El recuerdo de la liberación de Egipto es garantía
histórica de la elección gratuita por parte de Dios. Dios ha elegido a Israel
no por ser el más numeroso de todos los pueblos sino por el amor que le ha
tenido. Por eso lo libró del poder de Faraón, rey de Egipto” (Dt 7,7-8).
Si es constante en
Israel la conciencia de la gratuidad de la elección de que ha sido objeto por
parte de Dios, igualmente constante había de ser el sentimiento de gratitud. El
piadoso israelita da gracias por la victoria de su rey, por la liberación
alcanzada frente a sus enemigos, por la recuperación de la salud. Sin embargo
la gratitud no se muestra solamente ante los beneficios recibidos. Más profunda
e igualmente frecuente es la gratitud que trasciende el hacer de Dios para
considerar su mismo ser. He aquí un sólo ejemplo, que nos remite a múltiples
referencias sálmicas:
¡Dad
gracias a Yahveh, porque es bueno,
porque es eterno su
amor!
¡Diga la
casa de Israel:
que es
eterno su amor!
¡Diga la
casa de Aarón:
que es
eterno su amor!
¡Digan los
que temen a Yahveh:
que es
eterno su amor! (Sal 118, 1-4).
2.
EL GESTO DEL SAMARITANO
Según el evangelio de Lucas, Jesús subraya
explícitamente el gesto agradecido de un leproso samaritano al que ha devuelto
la salud (cf. Lc 17,10). El texto pretende contraponer la actitud de un
“extranjero” considerado como infiel con la de aquellos otros, posiblemente
galileos o judíos, que parecen considerarse con derecho a las intervenciones
sanadoras de Dios. La gratitud, en efecto, es consecuencia de la vivencia de la
gratuidad de la salvación.
En
contraste con el gesto del samaritano, la gratitud del fariseo que ora en el
templo considerándose superior a todos los demás, no es una virtud auténtica,
sino un signo de su falsa concepción de Dios y de su gracia (cf. Lc 18,11).
Jesús
mismo es un ejemplo de la verdadera gratitud, al dar gracias a Dios por la
escucha que siempre le presta (cf. Jn 11, 41).
3. GRACIAS
A DIOS POR JESUCRISTO
Por
lo que se refiere a la gratitud, es notable la frecuencia con la que Pablo da
gracias a Dios (Hech 28,15; Rom 1,8; 1 Cor 1,4.14; 1 Tes 1,2) e invita a los
fieles a hacer lo mismo (cf. Rom 14,6; 1 Cor 10,30; 14,18).
Son
muchas las ocasiones en las que, tan sólo en las cartas reconocidas como
auténticas, se nos conservan oraciones de gratitud que Pablo eleva a Dios, ya
sea por la vida espiritual de los fieles ya sea por su propia condición:
-
“¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!” (Rom 7,25).
-
“¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor
Jesucristo!” (1 Cor 15,57).
-
“¡Gracias sean dadas a Dios, que nos lleva siempre en su triunfo, en Cristo, y
por nuestro medio difunde en todas partes el olor de su conocimiento!” (2 Cor
2,14).
-
“¡Gracias sean dadas a Dios, que pone en el corazón de Tito el mismo interés
por vosotros!” (2 Cor 8,16).
- “¡Gracias sean dadas a Dios por su don
inefable!” (2 Cor 9,15).
- “Doy gracias a mi Dios cada vez que me
acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por
todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio,
desde el primer día hasta hoy; firmemente convencido de que, quien inició en
vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús. (Flp 1, 3-6).
El
espíritu de gratitud de Pablo hacia los demás en ninguna ocasión aparece
manifestado de una forma tan explícita y afectuosa como en esta carta a los
Filipenses, a los que el apóstol agradece encarecidamente la ayuda que le
habían enviado a la prisión por medio de Epafrodito (cf. Flp 4, 10-20).
En
contraste con la gratitud que distingue a las comunidades cristianas, Pablo
considera la ingratitud como una característica de los paganos, que “habiendo
conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias” (Rom
1,21)
4.
UNA VIRTUD PARA HOY
Hoy
es difícil la virtud de la gratitud porque no tenemos conciencia de la
gratuidad de la vida, de la existencia, del amor. Nuestro mundo está marcado
por el signo del mercado. El hombre de hoy se considera autosuficiente y
autorrealizado. Cree que no debe nada a nadie.
Cuando
se da, la gratitud es considerada como un medio para escalar puestos en la vida
social. La gratitud se ha convertido en una frase o en un gesto rutinario de
cortesía en las relaciones sociales.
Intentar
educarnos en la gratitud supondría reconocer nuestra propia verdad. Sería otro
nombre de la humildad y de la solidaridad. El ejercicio de la gratitud no sólo
no disminuye la posibilidad de ser libres, sino que reafirma la capacidad
personal de vivir en libertad.
La
verdadera gratitud no tiene tan en cuenta el don recibido como la persona del
donante. No es tan importante “dar” las gracias como ser agradecido. La gratitud
verdadera se confunde, pues con la generosidad y la disponibilidad de la
persona, es decir, con la decisión de “ser-para-los-otros”.
Desde
una perspectiva cristiana, la gratitud expresa el reconocimiento de la
gratuidad y generosidad de Dios que se nos entrega por medio de los que nos
entregan su tiempo y sus dones.
José-Román Flecha Andrés
Publicados
en la revista "EVANGELIO Y VIDA".
viernes, 13 de junio de 2014
QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE …
LA FRATERNIDAD
El
descubrimiento y el ejercicio de la fraternidad es lento e inconsecuente. La
hermandad entre los seres humanos es invocada con frecuencia. Pero es negada,
tanto en la práctica cuanto en la teoría.
Se
proclama la fraternidad universal, sobre todo para justificar las grandes
alianzas, para condenar algunos genocidios o actos de terrorismo o bien para
promover y fundamentar algunas campañas de solidaridad en favor de las minorías
marginadas o de los pueblos más alejados todavía de los ideales del progreso
económico y social.
Pero
la hermandad es con frecuencia negada. En la práctica, cada vez que se niega el
pan al hambriento, el agua al sediento. Tal negativa individual resulta
difícil. Pero hay otros rechazos que, por ser estructurales e
institucionalizados, resultan menos comprometedores para la tranquilidad de la
conciencia individual.
La
negación no se limita al terreno de la práctica y llega a veces a las mismas
formulaciones teóricas y doctrinales. Así ocurre en todos los racismos. La xenofobia y la exclusión del otro
adquieren formas diferentes. El color de
la piel, la religión, la lengua y la cultura se convierten en ídolos intangibles
y exigentes. A la divinización de las ideologías ha sucedido la divinización de
los nacionalismos.
Una
vez más, la hermandad deja de ser un dato originario, vinculado a la dignidad
misma del ser humano, para convertirse en un privilegio, concedido o negado
arbitrariamente.
1.
CREACIÓN Y DESTINO
Sin
embargo, por incómodo que resulte este ideal a la filosofía social y política,
la vocación a la fraternidad es un dato inesquivable en el depósito de la fe y
en la historia de la reflexión teológica. Tal vez por evidente, pase a veces
inadvertido.
Creados
a imagen de Dios (cf. Gén 1,28), todos los seres humanos participan de su vida
y de su poder en el mundo. La iconalidad es fuente de la dignidad humana y de
su responsabilidad ética.
Entre
los salmos de bendición que se incluyen en el libro de Tobías, se evoca el
origen común de todos los hombres: “Tú creaste a Adán y para él creaste a Eva,
su mujer, para sostén y ayuda, y para que de ambos proviniera la raza de los
hombres” (Tob 8,6).
En
el famoso discurso que Pablo pronuncia en el areópago, evoca esa idea
compartida de un Dios creador de toda la raza humana: “Él creó, de un solo
principio, todo el linaje humano” (Hech 17, 26). Por su comunidad de origen, el
género humano forma una unidad. Los seres humanos comparten la unidad de su
naturaleza y de su morada, así como la
unidad de su fin inmediato y de su misión en el mundo. Esta ley de solidaridad
humana y de caridad nos asegura que
todos los hombres son verdaderamente hermanos. Como una advertencia para toda
la humanidad suena la pregunta que Dios dirige a Caín: “¿Dónde está tu hermano
Abel?” (Gén 4,9). La fraternidad comporta el deber de la responsabilidad mutua.
La
peripecia de José y sus hermanos refleja de forma dramática las discordias y
envidias que pueden surgir en el seno de una misma familia, pero, al mismo tiempo,
presenta la fraternidad como una mediación de la salvación (Gén 45).
En
el seno de una comunidad religiosa, la fraternidad comporta también el gozo de
compartir la fe y la celebración (cf. Sal 22,22), la paz (Sal 122,8) y la
serena convivencia: “Ved: que dulzura, qué delicia, convivir los hermanos
unidos” (Sal 133,1).
2.
ENCARNACIÓN Y SALVACIÓN
El
misterio de la encarnación aporta una nueva dimensión a la fraternidad. La
humanidad ha adquirido la salvación por el servicio fraternal de uno de entre
nosotros, Cristo Jesús, el Hijo del Padre.
Todos
los discípulos del Señor son hermanos entre sí.
Durante su vida pública, Jesús parecía establecer una cierta distancia
respecto a sus discípulos. Los llamaba 'amigos', pero nada más. Incluso al
referirse a Dios lo evocaba unas veces con el nombre de "mi Padre"
(Mt 7,21; 10,32; 11,27; 12,50; 18,10; 24,36) y otras, con el título de 'vuestro
Padre' (Mt 5,48; 6,15; 7,11).
Con
estas declaraciones afirmaba un cierto parentesco con los que le seguían. Es
más, frente a los lazos de la sangre, Jesús reconocía los lazos de una nueva
fraternidad entre los nacidos de la escucha de la palabra de Dios (Mc 3,35).
Con
el segundo tipo de declaraciones levantaba acta de una nueva fraternidad: “Uno
sólo es vuestro Maestro, y vosotros sois todos hermanos” (Mt 23,8). En esa nueva comunidad, se ha de vivir la
corrección fraterna (Mt 18,15) y el
perdón generoso al hermano (Mt 18,21)
Ahora
bien, la resurrección de Jesús parece explicitar de forma clara y definitiva la
fraternidad de los discípulos con el Señor. Así dice a las mujeres: "No
tengáis miedo; id a avisarles a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me
verán" (Mt 28,10).
Con todo, la nueva fraternidad no se encierra
en los límites de la nueva comunidad de fe, de esperanza y de amor, que nace de
la resurrección. Jesús ha proclamado su fraternidad con todos los hombres y
mujeres, especialmente con los que viven en las fronteras de la marginación.
Así lo recuerda la parábola-profecía del juicio sobre la historia humana:
"Os lo aseguro: cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más
humildes, lo hicisteis conmigo" (Mt 25,40).
En
una misteriosa unión, más fuerte que la de la sangre, todos los hombres y
mujeres participan de la filiación de Dios y de la fraternidad que los une en
el Mesías Jesús.
3.
TESTIGOS DE FRATERNIDAD
Desde
el comienzo, la Iglesia se concibe como una fraternidad. En la Iglesia de
Jerusalén los fieles “acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles,
fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones (Hech 2,
42). Los discípulos del Señor se reconocen espontáneamente como hermanos (Hech
11,29; 21,17; 28,14).
Esa
fraternidad hunde su raíz y motivación en Jesús, el Hijo de Dios y “primogénito
entre muchos hermanos” (Rom 8,29).
Pablo
recuerda a Filemón, que, por la fe y el bautismo, al que era su esclavo ha de
tratarlo ya como un hermano (Flm 16). Y a todos los fieles los invita a no
hacer cosa que sea para los hermanos ocasión de caída, tropiezo o debilidad
(Rom 14,21).
Ningún
discípulo de Cristo puede permitir que su hermano padezca hambre o desnudez
(Sant 2,15). Amar a los hermanos es para las cartas de Pedro (1 Pe 2,17) y para
las de Juan (1 Jn 2,10; 3,10-20) no sólo un deber moral, sino el signo de su fe
en el Dios que se identifica como el amor (1 Jn 4,8). Ese amor es el mayor
testimonio de la fe en el Señor que no se avergüenza de llamar hermanos a los
que ha guiado a la salvación (Heb 2, 10-11).
El
anuncio y servicio de la fraternidad es, por tanto, el primero de los dones que
los discípulos de Cristo puede hacer a este mundo.
José-Román
Flecha Andrés
Publicados
en la revista "EVANGELIO Y VIDA".
jueves, 12 de junio de 2014
QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE…
EL LLANTO
El llanto y las lágrimas parecen haberse convertido hoy en
un tabú. Nadie se gloría de haber llorado. Y, si lo hace, resulta sospechoso e
incómodo para quienes le escuchan. La
experiencia del dolor ha sido deshumanizada. El dolor propio es temido como la
muerte. La mayor parte de nuestros sufrimientos nacen precisamente del temor al
sufrimiento que nos acongoja y paraliza. No es extraño que el dolor ajeno sea
con frecuencia ignorado o silenciado.
Sien embargo, las lágrimas ajenas también
pueden atraer la atención, cuando brotan de una situación morbosa. Para muchos
la contemplación del dolor ajeno es una especie catarsis. Gracias a ella se
hacen la ilusión de que la cuota de dolor ya ha sido repartida y ellos han tenido
el privilegio de liberarse de ella. La curiosidad morbosa ante las lágrima
ajenas nace precisamente del miedo al propio dolor.
1. El llanto de Israel
Por ser tan inevitablemente humano, el llanto
encuentra un lugar recurrente en las
páginas de la Escritura.
Se recuerda el llanto de Agar ante la prevista
muerte de su hijo Ismael (Gén 21, 16) y el de Abraham por la muerte de Sara
(Gén 23, 2). Llora Esaú por haber perdido su primogenitura y al encontrarse de
nuevo con su hermano Jacob que lo había suplantado (Gén 27, 38; 33,4). También
Jacob ha de llorar la muerte de José (Gén 37,35) y José llora
al reencontrar a sus hermanos (Gén 42,23; 43,30; 45,2.14-15) y al padre
que lo amaba (Gén 46,29).
Durante el peregrinaje por el desierto, llora
el pueblo hambriento (Núm 11,10.13) y llora de nuevo cuando regresan los
exploradores enviados por Moisés (Núm 14, 1). Pero ese llanto de Israel no
siempre fue agradable al Señor, puesto que no comportaba una escucha de su
palabra (Dt 1,45).
Llora la
hija de Jefté antes de ser sacrificada por su padre (Jue 11,37) y lloran Orpá y
Rut, cuando su suegra Noemí las despide (Rut 1, 9.14). En el templo de Siló,
Ana lamenta su esterilidad (1 Sam, 1,7.10). Su hijo Samuel llora por el rey
Saúl (1 Sam 15,35; 16,1), y por su muerte y la de su hijo Jonatán habrá de
llorar David (2 Sam 1, 11-12).
En los
salmos el orante inunda de lágrimas su lecho (Sal 6,7) o confiesa que “por la tarde le visitan las lágrimas y por
la mañana los gritos de alborozo” (Sal 30, 6). Los llantos y las lagrimas son
comparados con frecuencia con el pan de cada día (Sal 42,4; 80,6; Sal 102, 10).
En una
hermosa plegaria, se dirige a Dios, esperando que preste atención a su dolor:
“Escucha mi súplica, Yahveh, presta oído a mi grito, no te hagas sordo a mis lágrimas”
(Sal 39,13). Su profundo sentido religioso hace llorar a otro creyente: “Mis
ojos destilan ríos de lágrimas, porque tu ley no se guarda”(Sal 119,136).
El dolor y la desolación del desterrado se
refleja en uno de los salmos más bellos: “Junto a los canales de Babilonia nos
sentábamos a llorar con nostalgia de
Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras” (Sal 137, 1-2).
Recordando la vuelta del destierro, otro salmo proclama el increíble cambio de
suerte que el Señor facilita a los que sufren: “Los que sembraron con lágrimas
cosechan entre cantares: Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver,
vuelve cantando trayendo sus gavillas” (Sal 126, 5-6).
En la voz
de Jeremías, el llanto acompaña al desastre de su pueblo: “¡Quién convirtiera
mi cabeza en llanto, mis ojos en manantial de lágrimas para llorar día y noche
a los muertos de la hija de mi pueblo!” (Jer 8,23; 9, 17-18). El profeta evoca el llanto que se oye en las
tierras de Belén y anuncia la liberación
que Dios ofrece a su pueblo deportado
(Jer 31, 15-17).
La ruina
de Judá y Jerusalén ha inspirado las elegías de las Lamentaciones, en las que
resuenan el llanto de la ciudad santa y las lágrimas del profeta que contempla
su caída (Lam 1,2; 2,11; 2,18; 3,48).
La segunda
parte del libro de Isaías es rica en exhortaciones consoladoras (Is 40, 1),
porque “Israel ha sufrido más de lo debido” y en promesas del consuelo de Dios
a su pueblo (Is 51,3; cf. Is 61,2; 66,11.13). Dios mismo se presenta como el
consolador de sus gentes (Is 51,12).
Pero sin
una verdadera conversión, Dios no escucha a los que cubren su altar de lágrimas
ni acepta con gusto su oblación (Mal 2,13).
2. El
llanto de Jesús
El
nacimiento del Mesías, fuente de alegría para todo el pueblo (Lc 2,10), desencadena
al mismo tiempo la aflicción. Ante la matanza de los inocentes, se retoma el ya citado canto de Jeremías: “Un
clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus
hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen” (Mt 2, 18).
Por lo que
respecta a Jesús, un día se compadece
del llanto de una viuda de Naím a la que se le ha muerto su hijo único (Lc 7, 13). Otro día reprende a quienes
lloran la muerte de la hija de Jairo, diciendo: “No lloréis, no ha muerto; está
dormida” (Lc 8, 52). Y, camino del suplicio, interpela a las mujeres que
lamentan su muerte: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras
y por vuestros hijos” (Lc 23, 28).
Pero sobre
todo, Jesús se encuentra con el dolor de una mujer pecadora que “con sus lágrimas le mojaba los pies y con
los cabellos de su cabeza se los secaba” (Lc 7, 38). Si la conciencia de su
pecado y su gran amor desatan el llanto de esta mujer, es el arrepentimiento el
que suelta las lágrimas de Pedro que, “saliendo fuera, rompió a llorar
amargamente” (Lc 22, 62).
El
evangelio de Juan anota el dolor de María, con motivo de la muerte de su
hermano Lázaro, y el llanto de Jesús ante la falta de su amigo (Jn 11,
31-35). De nuevo se hace referencia a sus lágrimas cuando se acerca a la ciudad de Jerusalén (Lc 19, 41).
En la
última cena, Jesús anuncia a sus discípulos que habrán de llorar y lamentarse,
pero su tristeza se convertirá en gozo
(Jn 16, 20-22). En esas palabras proféticas se anuncia una alegría que
surge triunfante del dolor.
Como
evocando la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní, la carta a los Hebreos
recuerda que “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas
con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, [Jesús] fue
escuchado por su actitud reverente” (Heb 5,7).
Quien ha
atravesado personalmente el valle del dolor, puede sin engaño proclamar
dichosos a los que sufren: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán
consolados”. (Mt 6,5).
El llanto
de María Magdalena junto al sepulcro vacío sólo encuentra consuelo en la
aparición del Resucitado (cf. Jn 20, 11-18).
3. Dios
enjugará toda lágrima
Las
palabras de Pablo estuvieron a veces bañadas de lágrimas a causa de la
incongruencia de algunos hermanos, como escribe a los Filipenses (Flp 3,18). Se
recuerda la aflicción y las lágrimas con las que se dirige a la comunidad de
Corinto (2 Cor 2,4; cf. 12, 21).
Enriquecido
por esta experiencia, Pablo pide a los Romanos
que se alegren con los que se alegran y lloren con los que lloran (Rom
12,15), al tiempo que los encomienda al Dios de la consolación (Rom 15,5).
La
conciencia de la pronta manifestación del Señor y de la caducidad del tiempo
presente, le permite decir: “El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen
mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los
que están alegres, como si no lo estuviesen (1 Cor 7, 29-30). De hecho, la fe
cristiana confiesa que, en Jesucristo, Dios nos ha concedido una consolación
eterna y una esperanza dichosa (2 Tes 2,16).
La carta
de Santiago exhorta a los fieles a cambiar sus actitudes: “Lamentad vuestra
miseria, entristeceos y llorad. Que vuestra risa se cambie en llanto y vuestra
alegría en tristeza” (Sant 4,9-10). Si los que lloran serán consolados, los que
han vivido de forma regalada no pueden aguardar el consuelo, sino solo temer su condena (cf. Sant 5, 1-7).
A través
de sus lágrimas (Ap 5,5), el vidente del Apocalipsis ve a los que lloran la
caída de la Gran Babilonia (cf. Ap 18, 6-13). Los justos, por el contrario,
encontrarán su morada en la ciudad que baja del cielo y Dios “enjugará toda
lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni
fatigas, porque el mundo viejo ha
pasado” (Ap 21,4).
4. Consolados para consolar
A la luz
de la palabra de Dios los afligidos se equiparan a los pobres y a los
humildes. Los que lloran son todos
aquellos que no encuentran apoyo y comprensión en la sociedad. Sólo Dios es su
consuelo.
La
aflicción que se considera bienaventurada tiene un sentido profundamente
religioso. Son los afligidos por el peso de sus pecados los que, al implorar la
misericordia y el perdón de Dios, encontrarán cercano y generoso su consuelo. A
los que reconocen su debilidad se les promete el Paráclito, es decir el Espíritu
consolador, espíritu de amor y de perdón.
Esta
escucha de la palabra de Dios y esa aceptación del Mesías Jesús ha de llevar a
la Iglesia y a cada uno de los cristianos a prestar oído al lamento de todos
los que sufren, cercanos y lejanos.
La bienaventuranza
del llanto y el consuelo nos invita a mirar la existencia humana en una
perspectiva escatológica. La alegría que se espera justifica y compensa las
preocupaciones y los riesgos que se afrontan para conseguirla. El Dios de la
esperanza es también el Dios del consuelo eterno.
José-Román Flecha Andrés
Publicados
en la revista "EVANGELIO Y VIDA".
miércoles, 11 de junio de 2014
QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE...
EL
DUELO
Toda pérdida de “algo” estimado nos desequilibra por un tiempo. Pero ese
desequilibrio puede ser traumático y duradero cuando no se pierde “algo” sino
“alguien”. Ante esa pérdida, la persona se siente sola y desorientada. El duelo
por la muerte de un ser querido revela nuestra debilidad y nuestra pobreza
existencial.
Se
oye decir a veces que en el mundo de hoy no es de buen tono manifestar
públicamente los sentimientos. Sin embargo, por mucho esfuerzo que se ponga en
ignorarlos o disimularlos, los sentimientos causados por la muerte de una
persona querida no se dejan desarraigar tan fácilmente en las situaciones
ordinarias y mucho menos en esos casos concretos que incluyen algunas
circunstancias especialmente dramáticas.
2.
EL LAMENTO DE ISRAEL
En la tradición judeo-cristiana, el duelo se encuentra tan presente como
las preguntas ante la muerte y la gratitud por el don de la vida creada por
Dios. En las sagas de los patriarcas se dice que
gracias a su casamiento con Rebeca, Isaac se consoló por la pérdida de su madre
(Gén 24, 67). El duelo de Jacob por la
pérdida de su hijo José queda descrito con gestos y palabras que todavía
perviven en muchos espacios culturales de hoy: “Jacob desgarró su vestido, se
echó un saco a la cintura e hizo duelo por su hijo durante muchos días. Todos
sus hijos e hijas acudieron a consolarle, pero él rehusaba consolarse y decía:
‘Voy a bajar en duelo al sheol donde
mi hijo’. Y su padre le lloraba” (Gén
37, 34-36). A su muerte, tanto los hebreos como los egipcios hacen también
duelo por él (Gén 50, 1-14). Por Moisés los hijos de Israel lloraron durante
treinta días en las estepas de Moab (Dt 34 8).
Las palabras pronunciadas por Noemí a su
regreso a Belén indican que todavía está atravesando el período de duelo por el
marido y los dos hijos que se le han muerto en los campos de Moab. No quiere
ser llamada Noemí, que significa “Graciosa mia”, sino Mará, que podría
traducirse como “la amarga” (Rut 1, 20).
David
se duele de la muerte de Saúl y Jonatán (2 Sam 1, 11-12. 17-27). El mismo rey David parece abreviar su duelo por el hijo que le ha engendrado
Betsabé, a la que se apresura a consolar en su dolor (Sam 2, 20-26). Lamenta la
muerte de su otro hijo Absalón (2 Sam 19, 1-5), aunque tiene que ocultar sus
sentimientos para participar de la alegría de su pueblo por la victoria
obtenida.
Elías no ignora el lamento de la viuda de Sarepta y pide a Dios que dé
la vida al hijo que ha perdido (1 Re 17, 17-24). También el profeta Eliseo resucita
al hijo de la sunamita que le había dado alojamiento (2 Re 4, 8-37).
2.
EL CONSUELO DEL SEÑOR
El
duelo aparece también con frecuencia en las páginas evangélicas. Jesús proclama bienaventurados a los que
lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5,5).
Cafarnaúm,
Naím, Betania y Emaús. Cuatro lugares para cuatro duelos. Jesús se acercó con frecuencia al dolor de las
personas que lloraban la muerte de sus seres queridos.
El
texto recuerda el ruego de Jairo: “Mi hijita está en las últimas; ven a poner
las manos sobre ella para que sane y viva” (Mc 5,23). Jesús y sus discípulos
predilectos acompañan al padre y la madre de la niña y se encuentran toda una
escena de duelo oriental. Ante las burlas de las que lloran a estipendio, Jesús
toma de la mano a la niña y le dice en arameo: “Talitá kum”, es decir,
“Muchacha, levántate” (Mc 5,41). Ante el
poder misericordioso de Jesús, brota la vida y renace la esperanza. Y se
muestra el asombro que embarga a padres y vecinos (Lc 8,56).
También a la
viuda de Naím Jesús le devuelve vivo al único que podría consolarla (Lc 7,
11-17). La gente acompaña a la madre. Pero solo Jesús
puede prestarle un apoyo definitivo. Su palabra es eficaz sobre todas las
palabras que brotan de la humana sabiduría. Su palabra nace de la fuerza y de
la misericordia de Dios. El evangelio recuerda las palabras de Jesús: “Joven, a
ti te digo: Levántate.” En un mundo enamorado de la muerte, los discípulos de
Jesús tendrán que ir viviendo en una compasión activa y suscitar el
eco de la palabra que invita a caminar en el seno de la comunidad.
Betania era un hogar amigo para Jesús. Lázaro es el enfermo, el resumen
de una humanidad débil, el símbolo de esta vida quebradiza que es la nuestra
(Jn 11). Murió mientras Jesús estaba lejos.
“Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días
en el sepulcro” (Jn 11,17). Las hermanas del amigo presiden el largo velatorio
funeral. El Maestro que se acerca no puede reprimir un sollozo estremecido. A
su llegada, Jesús se manifiesta como la resurrección y la vida, ora al Padre
celestial y llama al amigo del sepulcro: “¡Lázaro, sal fuera!” (Jn 11,45). La
vida vence a la muerte, la amistad a la nostalgia y la fe gana al asombro de
los que miran y comentan.
Una
vez resucitado, Jesús busca a las
mujeres y a los discípulos. Los que se
retiran a Emaús (Lc 24, 13-35) habían abrigado la esperanza de que Jesús
liberara a Israel de sus enemigos: los de dentro y los de fuera. Pero ya nunca
podrá ser así. La muerte del maestro los ha dejado desconcertados. Su pasado
parece borrarse de su memoria y el futuro no les ofrece ninguna luz. Evidentemente, están pasando por el duelo más
difícil. Pero el Mesías no abandona a los que sufren
y buscan. Jesús acompaña a estos dos discípulos por el camino, les explica las
Escrituras, comparte con ellos la mesa y les reparte el pan. Los gestos de
Jesús marcan un itinerario de acompañamiento para los que se han visto
desconcertados por una muerte que cambia sus vidas.
Las apariciones del resucitado son, entre otras
cosas, un modelo de seguimiento y acompañamiento de las personas que pasan por
el trance del duelo. Jesús no se limita a escuchar el lamento de sus discípulos
o a observar su desconcierto. Les llama a la fe mesiánica y les ofrece el
anuncio y la certeza de la resurrección.
3.
UNA FE QUE DA LA VIDA
Pasa el tiempo. En Joppe ha
muerto una discípula llamada Tabitá. Al
acercarse a la casa de la difunta, Pedro se encuentra con una típica escena de
duelo. Las viudas lloran y muestran las túnicas y los mantos que la muerta
cosía para ellas. Pedro ora y la llama:
‘Tabitá, levántate’. La muerta se levanta y es devuelta a la comunidad (Hech 9,
39-42).
Hay una línea continua entre el profeta Elías y el apóstol Pedro, que
pasa por los gestos y palabras de Jesús. La Iglesia representada por los
Apóstoles continúa la misión de Jesús. Y no se desentiende de las familias que
han perdido un ser querido. Las buenas vecinas que recuerdan los trabajos de
Tabitá reflejan una comunidad rica en afectos que trascienden las fronteras de
la muerte.
Esa es la vida de la Iglesia. Y su mejor consuelo. Entre los bienes del mundo que se espera se
promete a los justos que “Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7,17;
21,4). El mismo Dios promete su consuelo a los que han pasado con fe el duelo
de la vida.
En el mundo de la nueva paganía, los cristianos hemos de tener muy claro
el contenido de nuestra fe en Jesucristo y anunciarla con generosidad y alegría.
José-Román Flecha Andrés
Universidad
Pontificia de Salamanca
Publicados
en la revista "EVANGELIO Y VIDA".
lunes, 9 de junio de 2014
SOLEMNIDAD SANTÍSIMA TRINIDAD-A 15 Junio 2014
EL PADRE ETERNO,talla triple, realizada en una sola pieza de madera.LARDEIRA-(Ourense)
AMOR
Y GLORIA
“Señor,
Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y
lealtad”. Así se presenta el mismo Dios a Moisés entre las rocas del monte
Sinaí (Ex 34,6). Esa manifestación que se proclama en la misa de hoy ya nos
revela la bondad infinita de Dios.
Él
ha liberado a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Pero Moisés sabe que el
punto de partida significaría bien poco si no se alimentara en el pueblo el
ideal del punto de llegada. La memoria ha de abrirse a la esperanza. Por eso le
ruega al Señor que camine con su pueblo y lo tome como su heredad.
Caminar con el Dios de la compasión y la
misericordia no es un privilegio exclusivo de aquellas tribus hebreas. La fe
nos dice que también nosotros podemos caminar amparados por el Dios compasivo y
misericordioso.
EL
AMOR DE DIOS
Jesús revela a Nicodemo la identidad de Dios y
su proyecto sobre el hombre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan
vida eterna” (Jn 3,16). Con esta manifestación se completa la que se encontraba
en el libro del Éxodo. El Dios compasivo ama a este mundo.
Esa
intuición de la experiencia hebrea es el núcleo de la fe cristiana. En la
religión de los griegos nunca se habría podido imaginar que los dioses amaran a
los hombres. Los dioses infundían terror. Los predicadores cristianos tuvieron
que desempolvar el verbo “agapáo”, como en este caso, para hablar del amor gratuito
y misericordioso de Dios.
Una
de las causas del ateísmo contemporáneo se encuentra precisamente ahí. Muchos
confunden el Dios que anuncia Jesús con el Dios que condenó a Prometeo por
haber intentado ayudar a los hombres a prosperar. El Dios que envía a su Hijo
Jesús no tiene celos de los hombres. Al contrario ama a los hombres y a su
mundo.
EL NOMBRE Y LA GLORIA
En el pueblo de Lardeira (Orense)
se venera una interesante imagen de la Trinidad. Tres figuras se miran como
afirmando su identidad divina y su diversidad como personas. A ellas se refiere
San Pablo en la segunda lectura de hoy: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo,
el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros” (2
Cor 13,13).
• “La gracia de nuestro Señor Jesucristo”.
Si por Moisés nos fue dada la Ley, por Jesucristo nos han llegado la gracia y
la verdad (Jn 1,17). A él acudimos con esperanza, sabiendo que seremos
aceptados y perdonados.
• “El amor de Dios”. El Dios
Creador del mundo y liberador de Israel, es nuestro Padre y nos ama de forma
creativa y gratuita, con amor compasivo y misericordioso.
• “La comunión del Espíritu
Santo”. El Espíritu de Dios es la comunidad de Dios, que humildemente tratamos
de reproducir en nuestras comunidades humanas.
En su exhortación “La
alegría del Evangelio”, el Papa Francisco nos recuerda que nuestra fe en el
Dios trinitario promueve el amor al prójimo, la fraternidad y la justicia y nos
lleva a la compasión que comprende, asiste y promueve a la persona (EG
178-179).
- Dios compasivo y misericordioso, te adoramos
en la unidad de tu ser y en la Trinidad de tus manifestaciones. En tu santo
nombre nos ponemos en camino y proclamamos para tu gloria el evangelio que nos
salva. Amén.
José-Román
Flecha Andrés
CADA DÍA SU AFÁN - 14.6.2014
LOS MARES Y EL
AMOR
“Levantad la voz, no el nivel de los mares”.
Suena bien este lema, elegido para el Día Mundial del Medio Ambiente de este
año 2014. Con esa exhortación, las Naciones Unidas intentan despertar las
conciencias sobre el calentamiento de los casquetes polares, su consiguiente
deshielo y la subida del nivel de los océanos.
La cuestión es bastante
discutida. Para unos el deshielo del Océano Ártico facilitaría la navegación
por el norte de Europa. Para otros, el deshielo terminaría por cubrir algunas
islas y varias ciudades que hoy se elevan a la orilla de los mares. Todos
aducen complicados cálculos económicos en un sentido y en otro.
De todas formas, hay que
aplaudir el establecimiento de una jornada anual de reflexión sobre la dignidad
del medio ambiente y el respeto que se merece la naturaleza.
En su encíclica “La caridad
en la verdad”, el Papa Benedicto XVI escribía que el ambiente natural “es un don de Dios para todos, y su uso
representa para nosotros una responsabilidad para con los pobres, las
generaciones futuras y toda la humanidad”.
Hace unos años se acusó a la
fe judeo-cristiana de promover indirectamente el deterioro del planeta. Es una
acusación falsa. El Papa Ratzinger afirma que “el creyente reconoce en la
naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora de Dios, que el
hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas
necesidades —materiales e inmateriales— respetando el equilibrio inherente a la
creación misma”.
Por eso puede añadir que “si
se desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza como un tabú
intocable o, al contrario, por abusar de ella. Ambas posturas no son conformes
con la visión cristiana de la naturaleza, fruto de la creación de Dios” (CV
48).
También el Papa Francisco,
en su exhortación “La alegría del Evangelio”, ha escrito que “el planeta es de
toda la humanidad y para toda la humanidad” (EG 190). Por eso hay que tutelar
la fragilidad del conjunto de la creación: “Los seres humanos no somos meros
beneficiarios, sino custodios de las demás criaturas” (EG 215).
Muchos nos preguntamos qué
podemos hacer para evitar la subida de las aguas de los mares. Pero todos
podemos colaborar para mantener más limpias todas las aguas. Y todos podremos
levantar la voz para que los gobernantes del mundo promulguen leyes justas que
ayuden a preservar el tesoro del ambiente.
Ante la próxima
beatificación del Papa Pablo VI, volvemos a leer el escrito en que nos reveló
su “Pensamiento ante la muerte”. En él manifestaba su estupor ante “este mundo
inmenso, misterioso, magnífico, este universo de las mil fuerzas, de las mil
leyes, de las mil bellezas y las mil profundidades”. Y se lamentaba de no haber
admirado más este cuadro, ante él que expresaba su admiración y su gratitud.
También nosotros, como él,
hemos de confesar que “tras la vida, la naturaleza y el universo, está la
Sabiduría y… está el Amor”.
José-Román
Flecha Andrés
domingo, 8 de junio de 2014
EL HOMBRE Y LA VIDA
UNA VIDA LLENA DE ALEGRÍA Y DE ESPERANZA
Debemos al papa Pablo VI la
iniciativa de iniciar el año civil con una Jornada Mundial de la Paz. Los mensajes
que los últimos papas nos han entregado para motivar la celebración de esa
jornada forman ya una verdadera enciclopedia sobre la paz.
El Papa Francisco ha
iniciado el suyo con unas palabras muy significativas que encabezan esta
reflexión: “En este mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz,
quisiera desear a todos, a las personas y a los pueblos, una vida llena de
alegría y de esperanza”.
Como quien conoce la experiencia humana y adivinas
nuestros pensamientos y sentimientos más profundos, reconoce el Papa que todos
aspiramos a una vida plena, marcada por el anhelo indeleble de la fraternidad.
Esa es la gran aspiración de las personas, de las familias y de los pueblos.
Sin embargo, es evidente que
esos ideales de la paz y la fraternidad se encuentran en nuestros días con
muchas dificultades y atentados. De hecho, el Mensaje papal recuerda que “en
muchas partes del mundo, continuamente se lesionan gravemente los derechos
humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida y a la libertad religiosa”.
LOS ATENTADOS Y EL DESCARTE
Como un primer ejemplo
inquietante de estos atentados contra la vida se recuerda “el trágico fenómeno
de la trata de seres humanos, con cuya vida y desesperación especulan personas
sin escrúpulos”.
En una Jornada de la paz. Es obligado recordar
las numerosas guerras marcadas por los enfrentamientos armados. A ellas hay que
sumar otras guerras que “se combaten en el campo económico y financiero con
medios igualmente destructivos de vidas, de familias y de empresas”.
Pero no son éstos los únicos
escenarios en los que se desprecia y maltrata la vida humana. El Mensaje no
pretende silenciar esos dramas. Más adelante, menciona el Papa “el drama
lacerante de la droga, con la que algunos se lucran despreciando las leyes morales
y civiles”.
Alude también expresamente a
la prostitución, al abuso de menores, a la esclavitud todavía vigente en muchas
partes del mundo, a la tragedia de los emigrantes, con los que se especula
indignamente en la ilegalidad, y a las condiciones inhumanas de muchas
cárceles.
Entre las causas de estos y
otros abusos, el Mensaje papal menciona el individualismo, el egocentrismo y el
consumismo materialista. Tres ramas de una misma ideología que fomenta la
mentalidad del “descarte” que lleva al abandono de los más débiles y al
desprecio de todos aquellos que son considerados como “inútiles” para nuestra
sociedad.
Apelando a una idea ya
expuesta por él en otras ocasiones, el Papa Francisco insiste en afirmar que no
hay “vidas descartables”. Todas las personas “gozan de igual e intangible
dignidad”. Todos los seres humanos son amados por Dios y todos han sido rescatados por la sangre de Cristo.
Y añade: “Esta es la razón por la que no podemos quedarnos indiferentes ante la
suerte de los hermanos”.
LA CONVERSION DEL CORAZÓN
Hoy se habla continuamente
de la “calidad de vida”. Evocando unas palabras de Juan Pablo II, el Mensaje
papal hace suya esta expresión, al afirmar que la paz genera una mejor calidad
de vida y un desarrollo más humano y sostenible, pero solo a condición de que
todos nos empeñemos en aceptar y promover el bien común.
Más adelante nos recuerda
que el ideal de la fraternidad y el esfuerzo por promover la superación de la
pobreza nos exige a todos ese desprendimiento que comporta elegir un estilo de
vida sobrio y esencial, con el fin de
poder compartir las propias riquezas con los demás.
Para que nadie se llame a
engaño, el Papa Francisco advierte que ese estilo de vida es propio solo de las
personas consagradas, que hacen profesión del voto de pobreza, sino que afecta
también a todos los que creen que “la relación fraterna con el prójimo es el
bien más preciado”.
Así pues, “se necesita una
conversión de los corazones que permita a cada uno reconocer en el otro un
hermano del que preocuparse, con el que colaborar para construir una vida plena
para todos”.
Como era de esperar, el Papa
recoge en su Mensaje los textos bíblicos más importantes que nos llevan a
descubrir en el otro a un hermano. Pero su discurso no se dirige sola y exclusivamente
a los que leemos las Escrituras y las aceptamos como lámpara que ha de guiar
nuestros pasos. A todos nos interpela el ideal de la paz, basada en la
aspiración de la fraternidad universal y en su humilde y constante ejercicio.
José-Román Flecha Andrés
Publicado en la revista “El Santo”
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