
LA FRATERNIDAD
El
descubrimiento y el ejercicio de la fraternidad es lento e inconsecuente. La
hermandad entre los seres humanos es invocada con frecuencia. Pero es negada,
tanto en la práctica cuanto en la teoría.
Se
proclama la fraternidad universal, sobre todo para justificar las grandes
alianzas, para condenar algunos genocidios o actos de terrorismo o bien para
promover y fundamentar algunas campañas de solidaridad en favor de las minorías
marginadas o de los pueblos más alejados todavía de los ideales del progreso
económico y social.
Pero
la hermandad es con frecuencia negada. En la práctica, cada vez que se niega el
pan al hambriento, el agua al sediento. Tal negativa individual resulta
difícil. Pero hay otros rechazos que, por ser estructurales e
institucionalizados, resultan menos comprometedores para la tranquilidad de la
conciencia individual.
La
negación no se limita al terreno de la práctica y llega a veces a las mismas
formulaciones teóricas y doctrinales. Así ocurre en todos los racismos. La xenofobia y la exclusión del otro
adquieren formas diferentes. El color de
la piel, la religión, la lengua y la cultura se convierten en ídolos intangibles
y exigentes. A la divinización de las ideologías ha sucedido la divinización de
los nacionalismos.
Una
vez más, la hermandad deja de ser un dato originario, vinculado a la dignidad
misma del ser humano, para convertirse en un privilegio, concedido o negado
arbitrariamente.
1.
CREACIÓN Y DESTINO
Sin
embargo, por incómodo que resulte este ideal a la filosofía social y política,
la vocación a la fraternidad es un dato inesquivable en el depósito de la fe y
en la historia de la reflexión teológica. Tal vez por evidente, pase a veces
inadvertido.
Creados
a imagen de Dios (cf. Gén 1,28), todos los seres humanos participan de su vida
y de su poder en el mundo. La iconalidad es fuente de la dignidad humana y de
su responsabilidad ética.
Entre
los salmos de bendición que se incluyen en el libro de Tobías, se evoca el
origen común de todos los hombres: “Tú creaste a Adán y para él creaste a Eva,
su mujer, para sostén y ayuda, y para que de ambos proviniera la raza de los
hombres” (Tob 8,6).
En
el famoso discurso que Pablo pronuncia en el areópago, evoca esa idea
compartida de un Dios creador de toda la raza humana: “Él creó, de un solo
principio, todo el linaje humano” (Hech 17, 26). Por su comunidad de origen, el
género humano forma una unidad. Los seres humanos comparten la unidad de su
naturaleza y de su morada, así como la
unidad de su fin inmediato y de su misión en el mundo. Esta ley de solidaridad
humana y de caridad nos asegura que
todos los hombres son verdaderamente hermanos. Como una advertencia para toda
la humanidad suena la pregunta que Dios dirige a Caín: “¿Dónde está tu hermano
Abel?” (Gén 4,9). La fraternidad comporta el deber de la responsabilidad mutua.
La
peripecia de José y sus hermanos refleja de forma dramática las discordias y
envidias que pueden surgir en el seno de una misma familia, pero, al mismo tiempo,
presenta la fraternidad como una mediación de la salvación (Gén 45).
En
el seno de una comunidad religiosa, la fraternidad comporta también el gozo de
compartir la fe y la celebración (cf. Sal 22,22), la paz (Sal 122,8) y la
serena convivencia: “Ved: que dulzura, qué delicia, convivir los hermanos
unidos” (Sal 133,1).
2.
ENCARNACIÓN Y SALVACIÓN
El
misterio de la encarnación aporta una nueva dimensión a la fraternidad. La
humanidad ha adquirido la salvación por el servicio fraternal de uno de entre
nosotros, Cristo Jesús, el Hijo del Padre.
Todos
los discípulos del Señor son hermanos entre sí.
Durante su vida pública, Jesús parecía establecer una cierta distancia
respecto a sus discípulos. Los llamaba 'amigos', pero nada más. Incluso al
referirse a Dios lo evocaba unas veces con el nombre de "mi Padre"
(Mt 7,21; 10,32; 11,27; 12,50; 18,10; 24,36) y otras, con el título de 'vuestro
Padre' (Mt 5,48; 6,15; 7,11).
Con
estas declaraciones afirmaba un cierto parentesco con los que le seguían. Es
más, frente a los lazos de la sangre, Jesús reconocía los lazos de una nueva
fraternidad entre los nacidos de la escucha de la palabra de Dios (Mc 3,35).
Con
el segundo tipo de declaraciones levantaba acta de una nueva fraternidad: “Uno
sólo es vuestro Maestro, y vosotros sois todos hermanos” (Mt 23,8). En esa nueva comunidad, se ha de vivir la
corrección fraterna (Mt 18,15) y el
perdón generoso al hermano (Mt 18,21)
Ahora
bien, la resurrección de Jesús parece explicitar de forma clara y definitiva la
fraternidad de los discípulos con el Señor. Así dice a las mujeres: "No
tengáis miedo; id a avisarles a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me
verán" (Mt 28,10).
Con todo, la nueva fraternidad no se encierra
en los límites de la nueva comunidad de fe, de esperanza y de amor, que nace de
la resurrección. Jesús ha proclamado su fraternidad con todos los hombres y
mujeres, especialmente con los que viven en las fronteras de la marginación.
Así lo recuerda la parábola-profecía del juicio sobre la historia humana:
"Os lo aseguro: cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más
humildes, lo hicisteis conmigo" (Mt 25,40).
En
una misteriosa unión, más fuerte que la de la sangre, todos los hombres y
mujeres participan de la filiación de Dios y de la fraternidad que los une en
el Mesías Jesús.
3.
TESTIGOS DE FRATERNIDAD
Desde
el comienzo, la Iglesia se concibe como una fraternidad. En la Iglesia de
Jerusalén los fieles “acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles,
fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones (Hech 2,
42). Los discípulos del Señor se reconocen espontáneamente como hermanos (Hech
11,29; 21,17; 28,14).
Esa
fraternidad hunde su raíz y motivación en Jesús, el Hijo de Dios y “primogénito
entre muchos hermanos” (Rom 8,29).
Pablo
recuerda a Filemón, que, por la fe y el bautismo, al que era su esclavo ha de
tratarlo ya como un hermano (Flm 16). Y a todos los fieles los invita a no
hacer cosa que sea para los hermanos ocasión de caída, tropiezo o debilidad
(Rom 14,21).
Ningún
discípulo de Cristo puede permitir que su hermano padezca hambre o desnudez
(Sant 2,15). Amar a los hermanos es para las cartas de Pedro (1 Pe 2,17) y para
las de Juan (1 Jn 2,10; 3,10-20) no sólo un deber moral, sino el signo de su fe
en el Dios que se identifica como el amor (1 Jn 4,8). Ese amor es el mayor
testimonio de la fe en el Señor que no se avergüenza de llamar hermanos a los
que ha guiado a la salvación (Heb 2, 10-11).
El
anuncio y servicio de la fraternidad es, por tanto, el primero de los dones que
los discípulos de Cristo puede hacer a este mundo.
José-Román
Flecha Andrés
Publicados
en la revista "EVANGELIO Y VIDA".