DESCUBRIR Y ANUNCIAR
“Es el Señor”
(Jn 21,7)
Señor Jesús, el último capítulo del evangelio según
Juan se abre con el relato de un fracaso. Siete de tus discípulos regresan al
lago de Galilea. Allí los habías encontrado al comienzo de tu ministerio público y los habías invitado a
seguirte.
Allí habías calmado una tempestad que ponía en peligro
su barca y sus vidas. Allí habían trabajado
durante toda una noche sin pescar nada. Al igual que en aquella ocasión,
también ahora ellos escuchan tu consejo y consiguen una pesca asombrosa.
Es en ese momento cuando el discípulo al que
tú amabas se acerca a Simón Pedro y le susurra: “Es el Señor”. Muchas veces he
leído este relato. Y muchas veces me he detenido a reflexionar sobre un detalle u otro.
Hoy me llaman la atención esas palabras. También yo
como aquellos discípulos me siento a veces cansado y, tal vez, desanimado. Es
como si olvidara la grandeza de mi dignidad y la belleza de la misión que me ha
sido confiada.
También yo, como los discípulos, trato de
distraerme, dedicando un tiempo a otras actividades o aficiones. También en los amaneceres de mi vida aparecen
algunas personas en las que no siempre acierto a reconocer tu presencia.
Necesito que alguien me ayude a descubrirte en el
claroscuro de mi existencia. Alguien que tenga la bondad y el valor de acercarse
a susurrarme esas palabras que son la mejor noticia que necesito escuchar: “Es
el Señor”.
Con todo, ese don preciso que puedo recibir es
también una gozosa tarea y una misión que en algunos casos solo yo puedo
cumplir. Son muchos los que viven, trabajan o pasan junto a mí a los que debo
dirigir ese “evangelio” de fe y de salvación: “Es el Señor”.
Señor Jesús, yo sé que estás ahí, que no te somos
indiferentes, que nos buscas aun cuando nos alejamos de ti. Todos los que nos
sentimos discípulos tuyos hemos de ayudarnos a descubrir tu presencia.
Seguramente todos hemos de anunciar a los demás: “Es el Señor”.