“Este… será como
un signo de contradicción”
(Lc 2,34)
Señor Jesús, con
frecuencia nos sentimos perdidos y huérfanos. Casi todos creemos bastarnos a
nosotros mismos. Pero tú sabes que nuestra confianza es frágil y nuestras
fuerzas son débiles. Necesitamos contar con la luz de tu presencia.
Creemos que tu
presentación en el Templo es ya la revelación y el anticipo de tu consagración
a Dios. Aquel día tu presencia no pasó inadvertida. A tu llegada al Templo, fuiste
reconocido por dos ancianos profetas, que representan la primera alianza de
Dios con tu pueblo. Aquel día se cerraba el tiempo de la Ley y llegaba el
tiempo del Espíritu.
Simeón tuvo la suerte de acoger en ti a
un Dios cercano. Y descubrió la luz del día definitivo. Fue capaz de leer la
salvación en sus signos más pequeños. Ana se había preparado para este momento
con ayunos y oraciones. Y ahora alababa a Dios y hablaba de ti a todos los que
se acercaban a ella. Escuchaba a Dios y reconocía en ti a su Enviado.
Las palabras que Simeón dirigió a tu
madre ilustran el misterio que se desarrolla en la historia de la humanidad.
Son una profecía sobre tu identidad y tu misión. Aceptarte o rechazarte como
Salvador es lo que determina la suerte de Israel y la nuestra.
Tenía razón Siméon al anunciar que tú serías
siempre una bandera discutida. Y eso es lo que eres. Bien sabemos que ante ti
se divide toda la humanidad. Al aceptarte o rechazarte se manifistan nuestras
opciones más íntimas.
Simeón anunciaba a tu madre que una
espada le traspasaría el alma. La mujer que te dio a luz en Belén, llegaría a
ver cómo entregabas tu vida en el Calvario por los mismos que te condenaron. Y
por los mismos que hoy preferimos ignorarte.
Señor Jesús, que el Espíritu que guiaba
a Simeón nos ayude a descubrir hoy entre nosotros tu luz y tu verdad. Y que nos
impulse a anunciar, como Ana, la buena noticia de tu presencia en el mundo.
Amén.
José-Román Flecha Andrés