LAS
CANDELAS
El día de las Candelas era un día de
fiesta grande en Palazuelo de Órbigo. Aquella imagen de María con el Niño en su
regazo era la patrona del pueblo. Por cierto, ¿dónde habrá ido a parar aquella
hermosa imagen? Los mayores del pueblo se sienten huérfanos sin ella.
Los chiquillos –o los rapaces, que así
nos llamaban- esperábamos con gusto aquella fiesta. Don Pedro, el cura, venía
de Gavilanes más pronto que otros días. Ubaldo, el campanero, ya nos esperaba
en la torre coronada por el nido de cigüeñas. Ya lo decía el refrán: “Por San
Blas, la cigüeña verás; y si no la vieres, año de bienes”.
Felipe y Micaela, Saúl y yo llegabamos
aupados a nuestras madreñas y envueltos en una bufanda que apenas nos libraba
de los fríos de febrero. Los hombres se defendían con sus pellizas y las
mujeres con sus mantones.
Junto al altar de San Blas, engalanado
ya para la celebración de su fiesta, el día siguiente, nos entregaban una vela
y con ellas encendidas y pasando frente a los portones de Beatriz, íbamos en breve procesión en torno a la
iglesia. Sólo queda de ella la torre de piedra. Y nuestra memoria dolorida, que
se alarga en nostalgia de versos y plegarias, con el recuerdo de alguna que
otra travesura.
Era el día de las Candelas. Bernardo y
Don Gabriel cantaban la misa desde el coro. Don Pedro interrumpía sus latines
para explicarnos que a los cuarenta días del nacimiento de Jesús, la Virgen María
y san José habían acudido a presentar al Niño en el Templo.
Y añadía para asombro nuestro que, sin
llevar señal alguna, aquel Niño había sido reconocido por dos ancianos, que se
llamaban Simeon y Ana. Parece que en el pueblo nadie llevaba aquellos nombres.
Los chicos creíamos que no había necesidad
de hacer fiesta por aquel encuentro de otros tiempos. Estábamos convencidos de
que era fiesta porque teníamos allí a la patrona del pueblo. Era el día de las
Candelas, y ya estaba. Después había música de flauta y tamboril en las Eras de
Abajo. Y Ángela venía de Turcia a vender sus caramelos y aquellas obleas que
tenían unos piñones con una gota de miel.
Habían de pasar un gran dolor y algunos
años para que llegara a entender el sentido de aquella fiesta, lejos ya del
pueblo, de la torre de las cigüeñas y del campaneo de Ubaldo.
Para entonces ya era tiempo de entender
que la fiesta de las Candelas recordaba la presentación de Jesús en el templo.
Aquel hecho era como el gozne sobre el que giraba la historia. De la ley de
Moisés y sus preceptos, se pasaba a los avisos del Espíritu, que inspiraba a
aquellos ancianos de Jerusalén.
Y las velas con las que procesionábamos
en torno a la iglesia, pasaron a recordar a Jesucristo, al que el viejo Simeón reconocía
como “luz que venía para alumbrar a las naciones y como gloria de su pueblo
Israel”. Han pasado muchos años. Y esperamos que así sea.