CREADOS
PARA LA VIDA
“Tú, malvado,
nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey
del universo nos resucitará para una vida eterna”. Así interpela al rey Antíoco
IV Epífanes uno de los siete hermanos que fueron condenados a muerte por aquel
tirano que pretendía hacerlos renegar de su fe (2 Mac 7,1-2.9-14).
Como se ve, el
texto contiene varias contraposiciones. Por un lado aparece un rey temporal,
mientras que el joven pone su confianza en el Rey celestial. El primero impone
un decreto de muerte, mientras que Dios ofrece su ley de vida. Antíoco condena
a muerte a los creyentes, pero el Señor resucita a sus fieles para la vida eterna.
En el salmo 16
esa certeza se manifiesta como una confesión de fe y un grito de esperanza: “A
la sombra de tus alas escóndeme. Yo con mi apelacion vengo a tu presencia, y al
despertar me saciaré de tu sembante”.
Y, por otra
parte, san Pablo recuerda a los fieles de Tesalónica que el Padre nos ha amado
y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza. Amar a Dios y
esperar en Cristo: esa es la respuesta del creyente (2 Tes 2,15-3.5).
LA MUERTE Y LA
VIDA
El evangelio de
este domingo 32 del tiempo ordinario retoma la idea de la resurreción, tan
discutida en tiempos de Jesús. Sabemos que los fariseos la admitían. Y también
la admitía Marta, la hermana de Lázaro. Pero, a pesar de que ya había entrado
en la conciencia del pueblo en la época de los Macabeos, los saduceos seguían rechazándola.
Pues bien, unos
saduceos se acercan a Jesús y le cuentan la leyenda de una mujer que había
tenido siete maridos. Su relato recuerda lo que se atribuía a Sara, la joven
destinada a convertirse en la esposa de Tobías (Tob 7,11). Los saduceos preguntan
cuál de aquellos hombres sería el verdadero esposo de la mujer que se había casado
con todos ellos.
Jesús responde
afirmando que la vida temporal está condicionada por la muerte. La caducidad humana impone la
reproducción. Pero en la vida futura, libre ya de la muerte, no es necesario el
matrimonio. “Los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección
de entre los muertos no se casarán, pues ya no pueden morir, son como ángeles”.
Es más, Jesús añade que “son hijos de Dios
porque participan en la resurrección”. Por tanto, parece que el ser hijos de
Dios no es un punto de partida, sino el final de un camino de fe, de esperanza
y de amor.
DIOS DE VIVOS
Pero ¿cómo puede
explicar Jesús esta convicción a los que están acostumbrados a leer las
Escrituras? Imitando las discusiones habituales entre ellos, Jesús afirma que
la fe en la resurrección se apoya en los relatos sobre los antiguos patriarcas.
Basta recordar que Dios es el Señor de Abrahán, de Isaac y de Jacob. De esa
memoria colectiva se deducen dos certezas:
• “Dios no es
Dios de muertos, sino de vivos”. La afirmación sobre el destino del hombre
depende de la afirmación sobre Dios. Dios nos ha creado para la vida. Para esa
vida que brota de él y que ha de culminar en él. Sin embargo, la pregunta sobre
lo que el hombre es y lo que va a ser de él difícilmente se podrá responder si
se ignora a Dios.
• “Para Dios
todos están vivos”. Conocemos los ritos funerarios de muchas culturas antiguas
y actuales. En todos ellos se refleja el amor que une a los vivos con sus
difuntos. Si amamos a una persona deseamos mantenerla en vida. La fe nos dice
que Dios es amor. Nos ha creado por amor y su amor nos mantiene en vida para
siempre junto a él.
- Padre nuestro
que estás en el cielo, somos conscientes de que vivimos sumergidos en una “cultura
de la muerte”. Pero hemos de reconocer que amamos la vida y amamos a los que
nos la han transmitido. Es más, todos aspiramos a permanecer vivos, de una
forma o de otra, mas allá de la muerte. En ti esperamos y en tu amor confiamos.
Alentados por la palabra de Jesús y siguiendo su ejemplo, en tus manos
encomendamos nuestro espíritu. Amén.