domingo, 21 de junio de 2015

QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE...

LOS FRUTOS EN EL NUEVO TESTAMENTO

En el Nuevo Testamento la terminología de los “frutos” tiene un significado inmediatamente espiritual: “Dad frutos de penitencia”, pide el Bautista a los que acuden a escucharle (Mt 3,8; Lc 3,8). En el evangelio de Mateo la palabra “fruto” alcanza una gran importancia (cf. 7, 16-20; 12,33; 21,43).  El anuncio del Bautista nos introduce en la dinámica del juicio de Dios que ya comienza a realizarse en la historia.
También Jesús exhorta  a sus discípulos a descubrir a los falsos profetas. El criterio de discernimiento son sus obras. En ellas se revela la verdad última de la persona y su fidelidad a la misión que le ha sido confiada.

1. Los evangelios sinópticos

La comunidad cristiana ha de apelar a la metáfora del árbol y sus frutos para  discernir la sinceridad de los profetas. Para ello ha de prestar atención a sus frutos, es decir a sus obras. Ése es el criterio que ofrece Jesús: “Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los reconoceréis  (Mt 7, 16-20). En las parábolas de la sementera se afirma que el Padre celestial siembra en el terreno una semilla de vida que produce frutos diferentes (Mt 13,8-23; Mc 4,8).
El evangelio de Marcos ofrece en exclusiva la breve parábola de la semilla que crece por sí sola. Con independencia de la preocupación ulterior del labrador que la ha sembrado, “la tierra da el fruto por sí misma: primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega”   (Mc 4,28-29).
En los tres evangelios sinópticos se encuentra el acto profético de la maldición de la higuera estéril por parte de Jesús: “Nunca jamás nazca fruto de ti” (Mt 21,19; Mc 11,14; Lc 13,6). En el texto de Mc 11,12-14 se añade una frase que parece un tanto casual: “y es que no era tiempo de higos”. Esta anotación tiene una clara referencia a la situación de Israel que ha perdido su oportunidad de producir frutos.
Tan dramática o más es la parábola de los viñadores homicidas. Llegada la hora de la recolección, el dueño de la viña envía a sus empleados para que reciban la parte de los frutos que le corresponden por el convenio establecido (Mt 21, 34; Mc 12,2;; Lc 20,10). También aquí, los frutos simbolizan claramente la fidelidad a la alianza, manifestada en las buenas obras que Dios espera de su pueblo.
En el evangelio de Lucas, Isabel glorifica el fruto del vientre de María (Lc 1,42). El mismo evangelio sugiere que la condición de la fecundidad es la perseverancia (Lc 8,15). Tanto en la parábola de las minas como en la de los talentos se dice que un hombre noble confía a sus empleados una cantidad de dinero y espera que fructifique en intereses (Lc 19, 11-27; Mt 25, 14-30; cf. Flp 4, 17). Aunque no aparece la palabra “frutos”, en ambas hay una referencia a la siembra y la cosecha.

2. En el evangelio de Juan

En el evangelio de Juan Jesús distingue la tarea del sembrador y la del recolector de los frutos, aludiendo al surgimiento de la comunidad cristiana en tierras de Samaría (Jn 4, 36-38).
Por otra parte, si el grano de trigo no muere permanece infecundo, pero si muere lleva mucho fruto (Jn 12,24). Tal es la suerte que ha aceptado el Mesías Jesús.
Además, la imagen de los frutos se refiere a la misma vocación cristiana. La alegoría de la vid y los sarmientos nos remite a la imagen profética de la viña como símbolo de Israel, pero sustituye la referencia a Yahvéh, dueño de la viña,  por la afirmación de Jesús como fuente de vida. Jesús es la verdadera vid (Jn 15, 1).  Él sustituye a la viña de Israel que no dio los frutos esperados.  Sus discípulos son los sarmientos. Sobre ellos se ejerce la intervención del viñador, que es el Padre. Una intervención de cuidado y de juicio. Del Padre dice Jesús: “Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto lo limpia, para que dé más fruto” (Jn 15, 2). Ahora bien, así como los sarmientos sólo llevan fruto si están insertos en la vid, tampoco los seguidores de Jesús podrán dar frutos si no permanecen unidos a él (Jn 15 1,16). “Quien permanece en mí, da mucho fruto”, dice Jesús (Jn 15,5).
La gloria del Padre es que los discípulos den mucho fruto (Jn 15,8; cf. Mt 5, 14-16). Seguramente se puede vincular el deseo del fruto con el mandato del amor: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros” (Jn 15,17). Ése es precisamente el fruto que Jesús espera y que hace posible con la comunicación de su propia vida.  El fruto esperado de los discípulos es posible gracias al amor de Dios que se les ha manifestado y se les comunica por medio de su unión con Jesús.

3. En la literatura paulina

Como el amo de la parábola que reparte las minas o los talentos a sus criados, también Pablo espera recoger de los fieles algún fruto (Rom 1,13;  Flp 1,22).
Cuando esos fieles eran paganos sólo producían frutos que, ahora los avergüenzan (Rom 6,21). Pero una vez liberados del pecado y sometidos a Dios, el fruto para la santificación que se espera de ellos pertenece al tiempo presente y los remite a la vida eterna (Rom 6,22). Lo que aquí Pablo denomina como fruto de santidad se puede calificar también como fruto de justicia, según se observa en la carta a los Filipenses (Flp 1, 10-11).
Tras haber mencionado la muerte al pecado, Pablo se refiere a la muerte a la Ley, que  permite a los cristianos pertenecer a otro, es decir, a aquel que fue resucitado de entre los muertos, “a fin de que llevemos fruto para Dios” (Rom 7,4).
Pablo ruega para que los fieles de Filipos crezcan en el amor para poder ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, “llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Flp 1,11).
A propósito de la colecta a favor de los hermanos de Judea, Pablo exhorta a los corintios a ser generosos en sus ofertas. Para ello acude a la imagen de la sementera: “El que siembra escasamente, escasamente cosecha, y el que siembra a manos llenas, a manos llenas cosecha” (2 Cor 9,6). Unos versos más adelante, la parábola evoca  palabras de los libros de Isaías (55,10) y de Oseas (Os 10,12) para convertirse en profecía: “Aquel que provee de simiente al sembrador y de pan para su alimento, proveerá y multiplicará vuestra sementera y aumentará los frutos de vuestra justicia” (2 Cor 9,10)
En la carta a los Efesios los valores morales son calificados como frutos de la luz que ha dado la vida a los creyentes: “Vivid como hijos de la luz, pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad (Ef 5,9). Este pasaje aparece como una adaptación del texto clásico de Gál 5,22.         
En la carta a los Colosenses se nos dice que la palabra de la verdad de la Buena Nueva ha llegado hasta los fieles de Colosas y fructifica y crece entre ellos, desde el día en que oyeron y conocieron la gracia de Dios en la verdad (Col 1,6). De nuevo nos encontramos con la referencia a la parábola del sembrador y de la palabra que da fruto. Por eso el apóstol pide a los fieles que vivan de una manera digna del Señor, “agradándole en todo, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col 1, 10).
La imagen del labrador que tiene derecho a los frutos, que Pablo había hecho propia en relación a las expectativas de su ministerio,  se encuentra de nuevo en 2 Tim 2,6.
Por otra parte, en la carta a Tito se expresa el deseo de que “los nuestros aprendan a sobresalir en la práctica de las buenas obras, atendiendo a las necesidades urgentes, para que no sean unos inútiles”. Es necesario subrayar que el texto original es más explícito puesto que los inútiles son calificados en términos de esterilidad e infructuosidad. Literalmente se dice  “que no estén sin dar fruto” (Tit 3,14).

4. En las cartas católicas

Esta relación entre la paz y la justicia, ya presente en la carta a los Hebreos (Heb 12,11),  aparece de nuevo en la carta de Santiago. El fruto de la justicia se manifiesta en la paz (Sant 3, 16). En otro pasaje de la misma carta se evoca de nuevo la imagen del  labrador que espera el precioso fruto de la tierra, teniendo paciencia con él hasta que le llega la lluvia temprana y la tardía (Sant 5,7).
En la segunda carta de Pedro se encuentra un pasaje que por su gran parecido evoca el texto clave de Gal 5,22: “Por esta misma razón, poned el mayor empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la tenacidad, a la tenacidad la piedad, a la piedad el amor fraterno, al amor fraterno la caridad. Pues si tenéis estas cosas y las tenéis en abundancia, no os dejarán inactivos ni estériles para el conocimiento  perfecto de nuestro Señor Jesucristo” (2 Pe 1,5-8).
En la carta de Judas los impíos que se han introducido en la comunidad “son una mancha cuando banquetean desvergonzadamente en vuestros ágapes y se apacientan a sí mismos; son nubes sin agua zarandeadas por el viento, árboles de otoño sin frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz…” (Jud 12).
Finalmente, las promesas del Apocalipsis orientan la mirada de los creyentes hacia una plenitud bienaventurada que es evocada con los términos de una cosecha extraordinaria:  “Luego me mostró el río de agua de Vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, a una y otra margen del río, hay árboles de Vida, que dan fruto doce veces, una vez cada  mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles” (Ap 22,1-2).

En consecuencia, las comunidades neotestamentarias han utilizado con frecuencia la imagen de los frutos para promover o testimoniar las mediaciones prácticas de la fe, es decir las actitudes y comportamientos que se derivan de la nueva vida en Cristo. La referencia a la moralidad que brota de la fe es innegable. Y la imagen de los frutos es suficientemente clara como para transmitir la exhortación a vivir en coherencia con el don de la fe recibida.
                                                         José-Román Flecha Andrés