LOS FRUTOS EN ISRAEL
Los frutos son conocidos por
todos y en todo el mundo. Una palabra como ésta, tan cercana a la experiencia
diaria y tan capaz de asumir un
significado moral, tampoco podía faltar en la literatura bíblica.
1. Los frutos de la tierra
En el Antiguo Testamento la
referencia a los “frutos” tiene sobre todo un sentido material y referido a los
productos de la tierra. El libro de los Números atribuye al mismo Dios la
iniciativa de enviar algunos hombres a explorar la tierra prometida. Los
exploradores enviados por Moisés a reconocerla de norte a sur regresan al
campamento y dan cuenta de la abundancia de frutos que la enriquecen. Traen
como muestra y anticipo de esos frutos un enorme racimo de uvas y también granadas
e higos. Su presentación es suficientemente expresiva: “Hemos llegado hasta el
país donde nos enviaste, y realmente es un país que mana leche y miel. ¡Ved
aquí sus frutos!” (Num 13,23-27).
A pesar de las palabras y
de los frutos, el pueblo se amedrenta por la información sobre las ciudades
amuralladas de Canaán y desea regresar a Egipto. Solamente Josué y Caleb tratan
de suscitar la esperanza, de su pueblo (Num 14,8-9). Pero tampoco ellos son escuchados. Su gente se
lamenta, añorando el pasado vivido en Egipto.
El Deuteronomio pone en
boca de Moisés un recuerdo de aquella expedición de los exploradores: “Tomaron
en su mano frutos del país y bajaron a nosotros” (Dt 1,25). Los frutos de la tierra significan y hacen evidente la
presencia de Dios entre su pueblo. Si el pueblo no ama a su Dios, él cerrará
los cielos, no habrá más lluvia y el
suelo dejará de dar su fruto (Dt
11,17).
En el mismo libro del
Deuteronomio se ofrece una normativa por la que se establece la oferta de las
primicias: “Tomarás de las primicias de todos los frutos del suelo que coseches
en el país que Yahveh, tu Dios, te da, lo colocarás en una cesta y lo llevarás
al lugar que Yahveh, tu Dios, haya elegido para hacer allí habitar su nombre” (Dt 26,2).
También las leyes que
regulan el año sabático y jubilar determinan algunas prescripciones muy
concretas sobre la recolección de los frutos del campo: “sembrarás tu campo
durante seis años, y seis años podarás tu viña y cosecharás sus frutos” (Lev 25,3).
Por otra parte, el creyente
sabe que los frutos de la tierra son siempre un don gratuito de Dios. En un
salmo realmente “ecológico”, que
contempla las maravillas de la creación, se atribuye a Dios el don de la lluvia
y de las cosechas. Todo se debe a su acción providente.
Desde su morada Dios riega los montes, hace brotar hierba para los
ganados, saca pan de los campos, el vino que alegra el
corazón del hombre, el aceite que da brillo a su rostro, y el
alimento que sostiene sus fuerzas (Sal 104,
13. 27-28).
En los textos proféticos los
frutos del campo son a veces una metáfora para indicar la suerte de Israel.
Amós ve un canastillo lleno de fruta madura. La semejanza de las palabras es
empleada por el profeta para indicar por medio de la fruta madura (qáyis) que a Israel le ha llegado la
hora del fin (qes) (Am
8,1).
Ezequiel transmite un
oráculo en el que el mismo Dios ordena a la tierra que produzca sus frutos para
preparar el retorno del pueblo que ha de regresar del exilio: “Vosotras,
montañas de Israel, producid vuestras ramas, dad vuestros frutos para mi pueblo
Israel, porque están próximos a venir” (Ez
36,8). Ageo, por su parte, interpreta
la sequía de los campos y la ausencia de frutos y cosechas como un castigo por
los pecados de su pueblo (cf. Ag
1,10-11).
2. Los frutos humanos
De todas formas, las
expresiones sobre los “frutos” no se refieren solo a los productos de la
tierra, por muy cargados de significado que puedan aparecer. En un sentido más
amplio se habla de los hijos como herencia del Señor y frutos del vientre (Sal 127,3).
Se sabe que este fruto de
las entrañas es un don de Dios como atestiguan
las sagas de los patriarcas, en las que es tan frecuente el recuerdo de
la maternidad de mujeres estériles (cf. Gen
18, 11-12; 25, 21; 30, 1-2). En
especial, se menciona un fruto del seno de David, que un día heredará su trono
real y asegurará su dinastía (Sal
132,11).
En un lenguaje poético, la
metáfora de los frutos sirve, además, para reflejar las cualidades de la
persona amada, especialmente la dulzura de su trato. Así se expresa la esposa
en el Cantar de los Cantares: “Como el manzano entre los árboles silvestres,
así mi amado entre los mozos. A su sombra apetecida estoy sentada, y su fruto
me es dulce al paladar” (Cant 2,3).
En un sentido moral, los frutos se refieren al
comportamiento responsable en cuanto se ajusta o se aparta de la Ley de Dios.
Amós habla de los frutos de la justicia,
que la maldad de las gentes de Israel ha llegado a convertir en veneno y
amargura (Am 6,12). Como haciéndose
eco de la tesis tradicional sobre la retribución intrahistórica del
comportamiento humano, Isaías proclama la correspondencia de las acciones de su
pueblo con el futuro que le aguarda: “Decid al justo que bien, que el fruto de
sus acciones comerá” (Is 3,10).
Esta relación entre las
obras humanas y el resultado histórico de las mismas se encuentra también en
Jeremías: “Yo, Yahvéh, exploro el corazón, pruebo los riñones, para dar a cada
cual según su camino, según el fruto de sus obras” (Jer 17,10). El mismo Jeremías anuncia que Dios pagará a la casa
real de Judá de acuerdo con el fruto de sus acciones (cf. Jer 21,14).
Los frutos del campo se
convierten en metáfora de las obras de la persona o de las decisiones morales
de todo un pueblo. Se dice que el labrador espera el fruto de su trabajo, como
Yahveh lo espera de la viña de Israel que con tanto esmero ha plantado y
cuidado (Is 5, 1-7). Los frutos
equivalen, por tanto, a las consecuencias de una acción concreta, como sugiere
el profeta Oseas: “¿Por qué habéis arado impiedad, habéis segado injusticia, y
habéis comido fruto de mentira?” (Os
10,13).
Si el árbol se conoce por sus frutos, también
la persona se conoce por sus obras.
Explícitamente se canta en los salmos que el hombre justo, el que pone
su gozo en la ley del Señor, “será como un árbol plantado al borde de la
acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas y cuanto emprende
tiene buen fin” (Sal 1,3; cf. Sal 92,14). La misma promesa se dirige
en la profecía de Jeremías al que deposita en Dios su confianza y busca en él
su apoyo: “En año de sequía no se inquieta y no deja de dar fruto” (cf. Jer 17,7-8).
Testigos y beneficiarios de
la transformación de la naturaleza obrada por Dios, los redimidos por el Señor
“siembran campos, plantan huertos y recogen cosechas” (Sal 106,37).
En la literatura sapiencial
la terminología de los frutos reviste connotaciones morales. Los que desprecian
los consejos de la sabiduría “comerán del fruto de su conducta, de sus propios
consejos se hartarán, porque ese desvío llevará a los simples a la muerte y la
despreocupación de los necios los perderá” (Pro
1,31-32). Elogiando su propio fruto, la sabiduría se valora a sí misma:
“Conmigo están la riqueza y la gloria, sólida fortuna y justicia. Mejor es mi
fruto que el oro, que el oro puro” (Pro
8,18-19).
Con razón se recuerda que
“el fruto del justo es árbol de vida, y el sabio conquista las personas” (Pro 11,30). Hay una relación entre la
calidad moral de la persona y la suerte que le espera: “Por el fruto de su boca
se harta de bien el hombre, cada cual recibe el salario de sus obras” (Pro 12,14). Esta conclusión se concreta
en otro proverbio que podría traducirse de esta forma: “Todo esfuerzo reporta
fruto, mas la charlatanería sólo conduce a la penuria” (Pro 14,23).
Afirmar que las acciones
mismas de los hombres pueden considerarse sus frutos (Pro 19,22) es como decir que cualquier satisfacción añadida a la
acción misma significa poco en comparación de la satisfacción que se
experimenta al contemplar la obra realizada. Algo parecido sugiere el elogio de
la mujer perfecta, que es alabada porque puede encontrar el premio a su
laboriosidad en el fruto mismo de sus manos: “Agradecedle el fruto de su
trabajo y que sus obras la alaben en la plaza” (Pro 31,31).
Así pues, no se puede perder la memoria del enorme
racimo cortado por los exploradores que se adentraron en las tierras de Canaán
y regresaron a informar de su hallazgo a su propio pueblo. El lenguaje sobre
los frutos parte de una experiencia humana enraizada en el mundo agrícola para
llegar a transferir su significado inmediato a un ámbito relacional. Dando un
paso más, estas referencias van más allá de sí mismas hasta llegar a presentar
unas connotaciones claramente religiosas y morales.
José-Román Flecha Andrés