Martes VII
Hch
20,17-27
Jn
17,1-11a MAYO 19
Habiendo
dicho estas cosas, Jesús miró al cielo y dijo: “Padre, la hora ha llegado.
Glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti. Pues tú has
dado a tu Hijo autoridad sobre todos los hombres, para que dé vida eterna a los
que le confiaste. Y la vida eterna consiste en que te conozcan a ti, el único
Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú enviaste. Yo te he glorificado aquí
en el mundo, pues he terminado lo que me encargaste que hiciera. Ahora pues, Padre,
dame en tu presencia la misma gloria que yo tenía contigo desde antes que
existiera el mundo. A los que del mundo escogiste para confiármelos, les he
hecho saber quién eres. Eran tuyos, y tú me los confiaste y han hecho caso a tu
palabra. Ahora saben que todo lo que me confiaste viene de ti, pues les he dado
el mensaje que me diste y lo han aceptado. Han comprendido que en verdad he
venido de ti, y han creído que tú me enviaste. Te ruego por ellos. No ruego por
los que son del mundo, sino por los que me confiaste, porque son tuyos. Todo lo
mío es tuyo y lo tuyo es mío; y mi gloria se hace visible en ellos. Yo no voy a
seguir en el mundo, pero ellos sí van a seguir en el mundo, mientras que yo voy
para estar contigo”.
Preparación: Creemos y decimos que actuamos
para la mayor gloria de Dios. Pero, si somos sinceros, hemos de reconocer que a
veces solo buscamos nuestra mayor gloria. Ese es uno de los signos de la
“mundanidad” que tienta con frecuencia a todos los llamados a anunciar el
Evangelio. La liturgia de hoy nos invita a examinar esos deseos de gloria que a
veces nos sofocan.
Lectura: En Mileto, Pablo se despide con
palabras conmovedoras de los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. Ante ellos
confiesa que ha servido al Señor con humildad y que ha anunciado enteramente el
plan de Dios. En Jerusalén, Jesús se despide de sus discípulos, orando por
ellos ante el Padre. Él ha recibido la gloria de su Padre y ha vivido para la
gloria del Padre. A ese diálogo eterno ha querido asociarnos. Por nosotros
ruega en la hora del adiós.
Meditación: • No podemos olvidar la gloria del
Padre celestial. Nuestras alabanzas no le añaden nada. La gloria de Dios se
manifiesta en la gratuidad del amor que nos profesa y que nos ha mostrado en
Jesucristo: en su vida y en su muerte. • No podemos olvidar la gloria de
Jesucristo. No son los hombres los que lo han glorificado. Es el Padre el que
lo ha cubierto de la gloria de su amor. • Asociándonos a Jesús, nosotros
repetimos la hermosa plegaria del prefacio común IV: “Tú no necesitas nuestra
alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen. Tú inspiras y haces tuya
nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación, por Cristo nuestro
Señor”.
Oración: “Te pedimos, Dios de poder y
misericordia, que envíes tu Espíritu Santo, para que, haciendo morada en
nosotros, nos convierta en templos de su gloria. Por Jesucristo nuestro Señor.
Amén”.
Contemplación: Terminado el discurso de
despedida, el evangelio según San Juan nos resume la llamada oración sacerdotal
de Jesús. En el mismo escenario de la “sala de arriba”, contemplamos a Jesús
como el gran orante y nuestro intercesor ante el Padre. Jesús ve a sus discípulos como un don que el
Padre le ha concedido. Además afirma que ellos han aprendido a creer.
Evidentemente el Maestro aprecia y valora a sus discípulos. En esta hora
solemne parece olvidar las tentaciones que los han llevado a dudar. Todo es
gracia.
Acción: En su exhortación apostólica La alegría de la fe, el Papa Francisco
nos invita a practicar la oración de intercesión (nn. 281-183). Nos unimos a
Jesús para orar por todos los que han sido llamados a la fe y al seguimiento
del Maestro.
José-Román Flecha Andrés