DE LA SOLEDAD A LA MISERICORDIA
En la Semana Santa
hemos podido volver a leer un admirable sermón que san Juan de Ávila predicó
sobre la soledad de María.
La creatividad del
orador lo llevaba a imaginar la muerte de Jesús en la cruz, su sepultura y los
sentimientos que debieron de embargar a su Madre.
Acompañada por Juan,
María regresó del Calvario al Cenáculo. San Juan quedó a la puerta para despedir
a la gente y agradecerle su atención. Según el orador, además de dar las
gracias al grupo de personas que los habían acompañado, les habría pedido que
respetasen la soledad de María:
“Señores, el Señor,
por quien habéis hecho esto, os lo pague y os depare siempre quien en vuestros
trabajos os ayude y favorezca. Ya veis la Señora cuán penada viene; déjenla
sola llorar su dolor, pues no hay en la tierra consuelo para ella”.
Entre tanto, según
el orador, María ha subido al piso de arriba en la casa donde la noche antes Jesús
ha celebrado la cena pascual. Y, entre lágrimas, exhala unos lamentos que
debieron de impresionar a los fieles que escuchaban el sermón:
“Oh hijo y señor
mío, compañía mía, ¿dónde quedas? ¿Es posible que vengo yo dejándote a ti sepultado?
¡Anoche estabas aquí con tus discípulos y agora te dejo debajo de la tierra!
¿Qué va, Señor mío, de hora a hora? ¿A dónde iré que te halle? ¿A dónde iré que
me alegre faltándome tú? ¡Cuánta más alegría sintiera mi ánima estando allá
acompañándote que en andar por acá, apartada de tu presencia!”
Sin embargo, el
predicador nos sorprende imaginando la asombrosa reacción de María, que
califica a los discípulos como hijos suyos. De hecho, muy decidida, se dirige
al discípulo amado con un ruego conmovedor:
“Di, hijo mío,
¿adónde están mis hijos? Vuestros hermanos, ¿dónde están? Los racimos de mi
corazón, los pedazos de mis entrañas ¿adónde están? Traérmelos acá”.
Juan dice a María que no se preocupe por
ellos: “Dejad Señora; harto tenemos agora en qué entender con el muerto, dejad
agora los vivos”.
Sin embargo, María
se hace fuerte en el dolor e insiste en su petición: “No, no; baste mi dolor,
no añadáis dolor a dolor; bástenme mis angustias; traédmelos, que no descansaré
hasta que vea a los discípulos de mi Hijo.
Tras apelar al dolor
de María, Juan busca otra escusa en el lamentable comportamiento de los
discípulos: “Que no digáis eso, Señora. ¿Quién ha de osar venir? Todos huimos
cuando le prendieron; Pedro le negó. Que no querrán venir de vergüenza”.
Pero la razón que expresa
María denota su papel en la historia de la salvación: “No digáis tal;
traédmelos, que yo les prometo perdón de mi Hijo”.
A continuación, san
Juan de Ávila concluye su sermón imaginando la insistencia con la que Juan va
tratando de convencer a los discípulos para que vuelvan a reunirse con María.
La soledad de la Madre deja paso a su misericordia.
José-Román Flecha Andrés