LA PAZ Y EL AMOR
“La
paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la
historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se
respeta fielmente el orden establecido por Dios”.
Con
estas palabras iniciaba el papa Juan XXIII su encíclica Pacem in terris, publicada el día 11 de abril de 1963, fiesta del
Jueves Santo. Fue acogida como el
testamento social de un Papa que moriría el día 3 de junio.
Han
pasado sesenta años. Aquella encíclica llama la atención por la proclamación y
la defensa de los derechos humanos, por la exhortación a los católicos a
participar en la vida pública y por la decidida promoción de la paz.
Frente
a la doctrina tradicional sobre la guerra justa, articula un discurso de
carácter positivo y preventivo, basado en la promoción de unos valores éticos
que, por ser cristianos, no dejan de ser racionales.
Ya
el papa Benedicto XV, en su encíclica Ad
Beatissimi (1.11.1914) presentaba la ausencia del amor en las relaciones
humanas como una de las causas de la primera guerra mundial.
Ante
“la hora de tinieblas” que estaba cayendo sobre la humanidad, Pío XII, al
comienzo de la segunda guerra mundial (20.10.1939), recordaba que “el deber de
la caridad cristiana (…) no es palabra vacía, sino práctica realidad viviente”.
Pues
bien, Juan XXIII señala que por el amor
las personas sienten como suyas las necesidades del prójimo y hacen a
los demás partícipes de sus bienes (PT 35).
Según
él, el amor vivifica y completa el orden tutelado por la justicia (PT 37). En
efecto, el Papa afirma que “el orden vigente en la sociedad se funda en la
verdad, debe practicarse según los preceptos de la justicia, exige ser
vivificado y completado por el amor mutuo, y, por último, respetando
íntegramente la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada día más humana”
(PT 37).
Para
la fe cristiana el amor no es un movimiento sentimental. Brota del amor paternal
con que Dios nos mueve a amar a todos los hombres y nos hace sufrir por los que
se ven expulsados de su patria por motivos políticos (PT 103).
Pensaba
el Papa que las relaciones individuales e internacionales han de obedecer al
amor y no al temor, porque “es propio del amor llevar a los hombres a una
sincera y múltiple colaboración material y espiritual, de la que tantos bienes
pueden derivarse para ellos (PT 129).
No es ociosa esa
contraposición entre el amor y el temor. El temor al otro, concebido y presentado
públicamente como enemigo, es lo que mantiene unidas a las sociedades, mediante
complejos que desencadenan la agresividad.
Así
pues, Juan XXIII presentaba el amor mutuo y fraterno como la condición para
unas realidades humanas igualitarias y justas y como la base última para el
logro de la paz (cf. PT 171).
José-Román Flecha Andrés